Los límites que a nadie le permito cruzar
La historia de mi adolescencia fue más o menos como ese meme que dice: “Conocí a alguien / Valió madres”. Ahora incluso tengo la fuerza de burlarme de ese pasado, de todas las malas decisiones y de los finales dramáticos que atravesé. Pero eso es ahora, en el dos mil veintiuno, a los treinta y seis, veinte años después de que todo eso empezó a suceder. Es más fácil contarnos una historia cuando ya salimos de ella. En el presente, ninguna de las historias que me cuento de esa etapa tiene un final feliz. Más que nada porque la protagonista, o sea yo, tenía esa horrible costumbre de idealizar: las situaciones, los valores, las acciones de los otros personajes, incluso sus intenciones. Tuve muchas malas experiencias, pero sin duda una de las peores fue la que viví con Diego. Ahora pienso que fueron muchos años los que viví en ese lugar desesperante y desastroso que es la victimización, con el pensamiento recurrente que me decía que él había actuado de mala fe, que debió haberme cuidado en la medida que decía ser mi amigo, que no importaba si su intención había sido buena porque el resultado para mí fue una depresión muy fuerte de la que ni siquiera tuve consciencia, además de su participación en mis broncas de autoestima y los conflictos con mi cuerpo y mi manera de relacionarme. Ahora que puedo tomar distancia y hacer un análisis objetivo, también soy capaz de asumir mi responsabilidad y decidir si lo culpo o no.
Nos conocimos en diciembre del año dos mil. Estábamos en el mismo grupo cuando entramos a la preparatoria, y pronto nos dimos cuenta de que vivíamos muy cerca. No fue difícil construirnos una rutina en común: a veces nos encontrábamos para llegar juntos por la mañana, y sin falta nos esperábamos para regresar después de terminadas las clases. Yo apenas empezaba a entender cómo me gustaban los niños, no había tenido novio y me faltaba tiempo para los primeros besos y acercamientos a la sexualidad. Él me llevaba ventaja, y supongo que de alguna manera supo cómo hacerse querer. Me di cuenta de que me gustaba cuando no supe cómo contarle que mi primer beso había sucedido el único día de la semana que no nos encontrábamos a la salida porque él se quedaba a su clase de música y yo tomaba pintura al día siguiente, con otro compañero por quien llevaba suspirando varios meses. Al final me presionó hasta que le conté, aunque de inmediato me disculpé porque sentía que se lo debía, porque de alguna manera entendí que mi acción había traicionado la relación de exclusividad que nunca habíamos pactado. Su primer comentario fue: “Sí, todas las mujeres son unas zorras”. La verdad es que esas palabras tienen más impacto ahora que entonces, no porque en este momento duelan más, sino porque entiendo toda la misoginia que contenían y que quien decía quererme me echaba encima. Mario, el güey con quien me besé, me mandó a volar al día siguiente, bajo el pretexto de que se sentía inseguro y no sabía si tendría otra oportunidad con su exnovia y prefería mantenerme como su amiga porque yo era un gran apoyo para él. Y yo, la eterna codependiente que no conocía términos como “poner límites” o “responsabilidad afectiva”, guardé silencio y acepté el lugar que ambos me dieron.
No voy a meterme en detalles. Es suficiente con decir que, con el tiempo, cada uno me concedió varios papeles que se tradujeron, a su vez, en responsabilidades. El que más me molesta ahora es el de amiga confidente. Tanto ellos como yo lo entendíamos como una dinámica en la que yo escuchaba cuando ellos necesitaban, regalaba algún consejo, me aguantaba lo que quisieran escupir sobre sus frustraciones y les sobaba la espalda. También les guardaba el secreto cuando eran vulnerables. El par de pendejos nunca se molestaron en preguntar, pero en tanto ellos vivían en sus agujeros emocionales, el dinero no alcanzaba en mi casa, mi familia se rompía, mi papá hacía cada vez más evidente su machismo y se alejaba de la dinámica familiar, mi mamá se tragaba más todo lo que soportaba, mi hermano se enredaba en problemas fuera de quienes éramos su núcleo. Y yo no me quejaba. Y no lo hice hasta que tuve la primera crisis de ansiedad. Por aquella temporada me atreví a escribirle a mi papá la única carta en la que le pedí que me abrazara. Aunque puedo contar con los dedos de una mano las veces que lo hizo, por lo menos aquella me ayudó.
No sé qué siento al aceptar que mi primera relación sexual fue con Diego. Varios años estuve muy enojada, primero con él por haberlo ejecutado y luego conmigo por haberlo aceptado. Cuando todo sucedió él tenía novia y ya llevábamos un tiempo enredados en una dinámica en la que todo tenía que ser a escondidas. Con frecuencia me preguntaba por qué. Invariablemente me comparaba con cada una de sus parejas oficiales, y llegaba a la conclusión de que alguien como él no iba a andar de manera formal con alguien como yo. Porque nunca me he sentido dentro del estereotipo de belleza: mi nariz tiene una bolita en el tabique, mis ojos no son grandes pero mis manos sí, mis pies son largos, mi cuerpo es grueso, tuve anorexia en la secundaria y ni así me sentí delgada en ningún momento de mi desarrollo. La ansiedad me ha provocado heridas físicas que nunca he dejado cicatrizar y mis “desajustes hormonales” provocan que las dimensiones de mi cuerpo cambien de manera notoria cada día. Estoy muy lejos de ser recatada, obediente o silenciosa; me maquillo poco y siempre estoy pensando qué inventarme en el cabello. Invariablemente llegaba a la conclusión de que todos eran defectos infranqueables, que yo misma impedía que él pudiera quererme completa. Aún con eso se acostó conmigo. Y bueno, la educación sexual integral no era algo de lo que se hablara mucho. Pensé que el dolor durante la penetración era normal. Que permitirle ese acceso a mi centro era la prueba más grande de lo que sentía por él, y que él lo sabría, porque notó que me lastimaba. Fue a preguntarme si estaba bien cuando pasé demasiado tiempo encerrada en el baño, limpiándome la sangre que manchó mi ropa interior. Tuve que decir en mi casa que menstruaba porque sangré tres días. Fue cuando empecé a cuestionarme: ¿por qué él, que se decía mi amigo, que aseguraba quererme, que me jalaba para todos lados aunque yo no quisiera ir, de manera deliberada me había herido físicamente? Le conté que tanta sangre me asustaba, pero dijo que era normal, que a todas nos pasaba así la primera vez. ¿Cuántas como yo le habían confiado aquel acceso? Me dieron ganas de conocerlas para saber si se hacían las mismas preguntas.
Después de terminar la preparatoria fue cuestión de tiempo para dejar de ver a Mario y a Diego. De Mario supe que se estableció en pareja y tuvo una hija, pero después de separó. Una vez lo vi de lejos en el suburbano y me sorprendió que no era muy diferente de como lo recordaba. Me vi a mí misma en el reflejo de la puerta del vagón, y tuve que admitir que yo sí era diferente. Recordé una tarde de jueves, hace dieciocho años, cuando aún en la preparatoria me dijo que escuchaba Amiga de Miguel Bosé y pensaba en mí. Ya no me sentía la adolescente que se emocionó con aquella confesión porque era mejor ser su amiga y figurar de alguna manera en su vida que no ser nada para él. No encontré sentido en hablarle y lo dejé pasar. De Diego… Pues Diego me escribió en mayo del año pasado bajo el pretexto de invitarme a tomar algo alguna vez. Le dije que no sabía si sería posible, por la pandemia y mi inestabilidad económica, entonces, muy listo él, me pidió permiso para decirme por mensaje lo que pretendía hablar conmigo en persona: me contó con detalle los problemas que había tenido de unos años para acá, la pérdida de su papá, una especie de toma de consciencia a la que pudo acceder a raíz de ese descenso a su propio infierno. Y pues a raíz de todo aquello se dio cuenta de que yo siempre fui la amiga que cualquiera hubiera querido tener, de que me desperdició y no me supo valorar, que cometió muchas tonterías, que la vida le fue muy mal en los últimos años, y que quería decirme que por fin había entendido todo lo que me dañó.
Y bueno, yo no demerito su intención, siempre es bueno asumir la responsabilidad de las heridas que se provocan. Pero, desde el lugar en el que me encuentro ahora, tantos años después de que todo sucedió, con todo lo que los procesos de terapia y sanación me costaron en tiempo, en dinero y en recursos, con mi vida como la he construido y el camino que me interesa seguir, ¿de qué chingados me sirve que él tome consciencia? Dijo que no, pero yo sentí que buscaba una especie de expiación, la tranquilidad que un perdón otorga. Y si era el caso, no me sentía ni con el poder ni con el deseo de otorgarla. Para nada me alegro de lo malo que atravesó, entiendo que fue muy doloroso. Pero a estas alturas, ¿en verdad creyó que de alguna manera sería relevante enterarme de todo aquello? Tengo que admitir que me provocó muchísima ansiedad. ¿Yo qué pitos tocaba en ese momento? ¿Por qué pensó que era buena idea contarme todo aquello? ¿Esperaba alguna especie de cierre civilizado para la relación que tuvimos hace tanto? ¿O que me pusiera la mano en el corazón y fuera la misma amiga comprensiva que perdonaba cualquier cosa y lo anteponía siempre? Tuve que reflexionar varios días, pero al final llegué a la única pregunta que de verdad tiene que ver conmigo: ¿qué le hizo pensar que tenía el derecho de volver a incrustarse en mi vida sin permiso, de intentar revictimizarme y devolverme al lugar del que tanto trabajo me había costado salir? Porque cuando le dije que nada relacionado con él me interesaba, muy listo, me respondió: “Yo por eso te pregunté si podía decirte”. Entonces, como di mi consentimiento para la comunicación, él se dejó venir, con la carga que sus palabras y sus experiencias trajeran, sin cuestionarse un poquito sobre el impacto que podía tener en mí. Y no es que quiera que me traten con pinzas, pero quien vive con ansiedad entenderá que en sencillo perder el equilibrio cuando te toman por sorpresa. Sin darme cuenta tuve una regresión, y por un momento fui de nuevo la que fui cuando me cayeron todos los veintes de sus violencias y de los límites que yo no supe poner a tiempo, hace tanto. A mi favor tengo que, a la misma velocidad que las peguntas se forman en mi cabeza, la mayoría de las veces encuentro un espacio muy pequeño para frenarlas y pensar con claridad, y ahí se inserta la pregunta que me devuelve al momento y lugar en el que estoy. La rabia que me provocó su atrevimiento me hizo pararlo. Quizá mi última palabra fue melodramática, pero no me importa: “Hay dos personas que preferiría no haber conocido nunca, y una de ellas eres tú”. Me contestó que deseaba de verdad que pudiera olvidar a esas dos personas, y nunca me volvió a buscar.
No olvidamos a las personas, y si lo hacemos no sucede en el momento que lo necesitamos. La vida sería mucho más sencilla si desde el principio aprendiéramos a blindarnos contra esas invasiones sutiles y normalizadas que experimentamos en todo momento, aunque lo correcto, más que blindarnos, sería aprender que lo que hacemos o decimos siempre tiene consecuencias sobre las personas con las que interactuamos. Una vez que tomé consciencia de todo lo que atravesé durante mi adolescencia me volví más receptiva con respecto a las red flags. Y aunque por momentos regreso a esos lugares de vulnerabilidad, he aprendido a salir de ellos de manera menos dolorosa, a una velocidad que me permita recuperar la estabilidad más rápido. Diego, ¿estás leyendo esto? ¿O tú, Mario? ¿O alguna de las personas que formó parte de nuestro grupo en su momento? Antes me preocupaba lo que mi escritura, si alguna vez salía de la intimidad de mis cuadernos, pudiera provocar en la vida de quienes involucraba. Ya no más.
No tengo voluntad de sacrificio. Nunca he sabido poner la otra mejilla, y me frustro bastante cuando he optado por dejar los ajustes de cuentas al karma. No creo que la vida deba ser quien haga justicia. Quizá tampoco yo debería. Pero en definitiva no soy tan buena persona como para pensar que hay algo superior a mí misma que se encargará de cobrar los platos rotos a quienes han obrado en mi contra de manera deliberada. Creo que merezco justicia. Merezco no tener la necesidad de guardar rencor. Merezco que quien me dañe nunca más vuelva a creer que tiene el derecho de acercarse a mí. En ningún caso. Ni exparejas, ni examigas, ni examigos, ni familia. Si algo he aprendido, si algo me ha sido útil en este tiempo, es la idea de que mis límites, por muy exagerados que parezcan, merecen respeto. Empezando por el que tienen para mí. Ese es el primero que nadie tiene derecho a brincarse.
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Xóchitl Olivera Lagunes (CDMX, 1985) Estudió ingeniería agrícola en la UNAM. Ha publicado relato, cuento, ensayo y poesía en la revista digital Cronopio, El Universal, EspeculativasMx, Tierra Adentro y El BeiSMan. Ojos de gato (2016) fue su primera novela. Ha impartido diferentes talleres de narrativa y es cofundadora de la revista digital Semillas de sauce, donde escribe y participa en la selección y edición de todo el contenido.
Crédito de imagen: Myrna Flores
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