Para las amigas que me enseñan a ser madre
Cuando me embaracé ya todas mis amigas eran mamás. Mamás de niñas y niños pequeñitos y hermosos que las tenían atareadas y cansadas. Sin embargo, ellas parecían felices, completas. Podría decir que mucho de lo que soy como mamá es gracias a ellas que iban de avanzada, resolviendo problemas del día a día y asuntos grandes y delicados, y yo las observaba desde mi rincón, con mucha curiosidad. Durante la mayor parte de mi vida pensé que no quería ser mamá, estaba segura de que mi carácter y mi forma de ser no combinaban con una “buena” maternidad. Me aterraba romper emocionalmente a un pequeño ser humano que dependiera de mí. Sin embargo, llegó el día, ese con que amenaza tanta gente, cuando te dicen que el famoso reloj biológico te va a presionar y que no vas a poder con el deseo de ser mamá, que vas a sucumbir ante la enorme presión de tus hormonas. No les pasa a todas, y admiro muchísimo a quienes han tenido firmeza para resistir. ¡Es muy fuerte! De pronto un día me daban ganas de abrazar a todos los bebitos que salían en los comerciales de televisión. De pronto me daban más ganas de procurar, atender, nutrir a una persona pequeñita. De pronto quería verme con una panzota y luego conocer al producto de mis entrañas. De pronto quería participar en eso que llaman maternar. Y tanto lo deseé que se me cumplió. El mío no fue un embarazo planeado, pero sí muy deseado. Claro que eso no quita que, al conocer la noticia, cayera como balde de agua fría. Afortunadamente no me sentía atrapada: vivimos en una ciudad que para entonces ya concedía a las mujeres la oportunidad de elegir si deseaban continuar o no un embarazo. Cuando mi madre me preguntó “¿Qué quieres hacer?”, le respondí “Cuidarme y cuidarlo mucho”. Y eso he procurado desde entonces.
Sin embargo, mamacitas, seamos realistas. La maternidad es un camino solitario, que a veces se vuelve oscuro y tenebroso. Yo he visto mi proyecto de maternidad irse por el escusado innombrable cantidad de veces. He visto a la madre que yo quería ser desaparecer y renacer cada vez que topo con pared. Cada vez que alguien me dice que le doy demasiadas opciones a mi hijo. Cada vez que mi hijo rechaza algo que le ofrezco con entusiasmo. Cada vez que le pido algo y la respuesta es “no”. Cada vez que he tenido que pelear con él para que vaya a la escuela, o a la clase de natación, o de bádminton o con la sicóloga. Cada vez que he tenido que sacarlo del curso de verano pagado que sonaba divertidísimo y al que no le dio ni media oportunidad. Cada vez que me doy cuenta de que, por más que intento, no estoy entendiendo el tipo de mamá que él necesita. Cada vez que siento que no he podido contagiarle el amor por la vida.
¡Y no digamos en pandemia! Si las cosas ya eran complejas durante los primeros años de vida de mi hijo, cuando teníamos libertad para ir a un parque o al cine, cuando nos despedíamos durante seis felices horas en las que él podía ser él mismo sin que yo lo observara y yo tenía la libertad de concentrarme en el trabajo remunerado… no hace falta que les cuente cómo fue el encierro. Todas lo vivimos. Soy de las privilegiadas que se pudieron quedar a trabajar en casa, percibiendo un sueldo. Pude estar con un hijo que tenía internet para enchufarse a las clases todos los días. Contaba con una vieja tableta que el niño podía usar para sus clases mientras yo trabajaba en una compu que me prestaron en mi oficina. Sí, toda la pandemia hubo comida en mi casa. Y, sin embargo, se me hacía complicadísimo reconocer todo aquel privilegio. Estuve cansada dos años, repartiéndome entre la escuela en casa, el trabajo remunerado, las labores domésticas y de crianza. Hubo ratos muy desesperantes en que con todas sus letras dije en voz alta mientras barría la sala, “no estoy disfrutando la vida”. Pero qué les cuento a ustedes, si todas pasamos por historias similares. Algunas con una dosis de soledad, otras de depresión y ansiedad, algunas con violencias. Y ni hablar de quienes no pudieron quedarse en casa con sus hijes, quienes vivieron todas las incertidumbres y las pérdidas lejos de sus seres queridos. Fóquin pandemia, nos pusiste en un lugar totalmente desconocido.
Pero en medio de todas las cosas espeluznantes que estaban pasando, hubo una librera y promotora cultural admirable a quien más tarde descubriría, además, como entrañable amiga, Mara Rahab, quien, ante la enorme oferta de talleres virtuales, creó uno de escritura y maternidad que impartiría Isabel Zapata.
El taller de Isabel, “Pequeñas labores” (en honor al libro de Rivka Galchen), fue un oasis: un espacio de lectura y escritura desde la maternidad, un lugar de confianza donde descubrí que podía hablar de lo que pasaba en mi maternar que a veces no me atrevía a confesarme ni a mí misma, un universo paralelo donde este camino de la crianza no se tiene que recorrer en solitario. Pude dar un salto de ese lugar solitario y amargo a uno acompañado donde descubrí que mis miedos, mis inseguridades, mis tristezas y mis batallas no eran sólo mías.
Las lecturas fueron una delicia, no sólo los textos ya exitosamente publicados, sino lo que sesión tras sesión iban produciendo las compañeras del taller, que resultaron ser grandes escritoras también. Nos enamoramos, unas de otras, de nuestros textos, de nuestras compañías, de nuestro breve andar juntas. Mara e Isabel prepararon una antología con textos de las participantes de los dos primeros talleres (¡y ya viene un segundo tomo!). A muchas voces. Escritura desde la maternidad tiene un pedazo muy grande de las tripas de cada una de las autoras que participan en la antología y es uno de los orgullos más grandes para muchas de nosotras. Además, nos impulsó a seguir tomadas de las manos y a ampliar este círculo hasta donde se deje.
Una mañana recibí un mensaje de María Antonieta Mendívil invitándome a una reunión virtual para planear los siguientes pasos. Me sentí profundamente honrada de que me tomaran en cuenta para participar en la creación de un espacio que, a nuestro parecer, era muy necesario: un lugar que se pareciera a Pequeñas Labores en el sentido de ser seguro, de confianza, de creación y maternidad. Un espacio que compensara por todos los otros espacios que como mamás a veces tenemos que sacrificar. Pero este sería un esfuerzo colectivo, horizontal, donde todas las que así lo deseen pueden impartir un taller, darnos una probadita de lo que son como lectoras, escritoras o espectadoras. Hoy, A Muchas Voces busca interactuar con quienes decidieron no ser madres, con aquellas que acaban de convertirse en mamás, las que desean serlo y no han podido. Es un espacio para conocernos y aprender de todas y cada una; para seguir escribiendo, leyendo y reflexionando. AMV es el lugar donde he aprendido a reírme de mí misma, de mis errores y de mis expectativas, del contexto que me juzga, y también donde he encontrado el apapacho, el respeto y la compañía en esta labor que nadie nos enseña.
A partir de esta experiencia, cargada de feminismo, he aprendido a relacionarme de una forma diferente con esas mis amigas, que ya eran madres cuando yo tomé este camino, descubrir su humanidad sin tapujos y revelarles la mía. Gracias a la reflexión compartida con otras formas de ser madre he aprendido a reconocer la de mi propia mamá, descubrí la compasión desde mi ser hija y entendí que ella también es mi aliada y mi amiga. Hoy, mi hijo y yo atravesamos un periodo de tregua amorosa, hemos encontrado el equilibrio entre sus necesidades y las mías, una forma más asertiva de comunicarnos entre nosotros. Tenemos un código, reímos mucho y estamos descubriendo que la vida puede ser distinta. Eso también creo que se lo debo a estos espacios de reflexión compartida. Encontré una tribu de madres que se niegan a entrar en el estereotipo de la abnegada. Amamos y criamos con apego, con respeto y con ternura. En lo personal, topo con pared, a veces con enorme violencia. Mis inseguridades, defectos y bagaje emocional pesan cruelmente en mi forma de ser madre. Pero mi tribu me ha enseñado que se puede, que en efecto “se requiere un pueblo”, y mi pueblo son ellas.
Mariana Roca C nació en la Ciudad de México. Se ha dedicado durante veinte años a la edición de textos en diversas revistas, además de la producción de libros y catálogos de arte. Devoradora de libros y de pan de muerto, escribe y traduce. Sus textos han aparecido en antologías como 16 historias (in)trascendentes, A muchas voces. Escritura desde la maternidad y Miradas a otros mundos. Lo prehispánico y virreinal desde la minificción de autoras mexicanas. En la actualidad prepara un libro de cuentos breves y está a punto de olvidar el significado del tiempo libre.