Mi nombre a través de un espejo
Llevar el mismo nombre de la madre nos da la impresión de hacernos acreedoras a una particular herencia y conjurarnos un destino que, como marca simbólica, pone en tensión la identidad:
A = A mamá = hija
o como en mi caso:
Lilia (madre) = Lilia (hija)
¿Qué se juega una madre al legar su nombre? Y ¿qué sostenemos las hijas de semejante sortilegio?
I.
En el cuento Matrioska se aborda el inusitado acontecimiento de una muñeca de madera que se convirtió en madre y acabó nombrando a sus descendientes con las distintas sílabas de su propio nombre. Todo sucedió luego de que la soledad rasgara su condición de ornamento. Quería dejar de ser un objeto más en el paisaje, para hacerse de un territorio. Eso la llevó a romper el silencio y espetar a quien la fabricó: ¡quiero un hijo! Una vez complacida, no le bastó que la hija tallada para ella estuviera a su lado, la quiso en su interior. Así nació Trioska, quien heredó el peculiar deseo de ser madre. De igual manera, fue colocada dentro de ella Oska, y ésta última contuvo a Ka, el menor. El hueco en el interior de las muñecas simbolizó un tipo de demanda que las signó y las contuvo.
Contrario a las hijas, Ka no pidió ser padre. Él fue colocado frente a un espejo para reconocerse. En éste vio una figura casi idéntica a su madre, con la salvedad de un bigote. El carpintero le dijo al último trozo de madera: tú eres un hombre. En ese acto, por un lado, se puso en juego la impotencia de transmitir el deseo. Por otro, el espejo con su efecto de devolución, le donó a Ka una imagen de sí mismo. A diferencia de Trioska y Oska, que reflejadas en los ojos de Matrioska, hallaron un espejo que las introdujo al mundo.
Según Foucault, una heterotopía es un lugar sin lugar; los espejos una de sus categorías, pues permiten reflejarnos allá donde no estamos. Abren una dinámica entre la ausencia y la mirada, y la segunda es la que nos da certeza de estar de pie en alguna parte. A la vez, nos pueden llevar a cuestionar la consistencia de la imagen que vemos.
II.
Mi lugar en la planeación familiar fue fortuito, soy la menor. Mi hermano mayor me llevaba diez años, y cinco la más cercana a mi corazón. Los nombres de casi todos los eligió mi padre. Anhelaba nombrar al primogénito como él, pero éste pasó por reveses de salud en sus primeros días de vida, así que por tradición religiosa, y en agradecimiento por la mejoría, tuvo que abstenerse de su deseo. Al segundo hijo por fin le heredó sus dos nombres; al tercero al menos uno de ellos, sin importar la repetición. Cuando nació la cuarta, él también eligió cómo llamarla, e incluso escogió el apodo que ella sigue usando. Conmigo llegó la oportunidad de que mi madre legara su nombre. No ocurrió sin reservas, pues mi papá eligió una segunda forma de nombrarme, la que le pareció una reminiscencia femenina de Cristóbal. Él y mis hermanos me decían Cristina, pero apenas fui a la escuela me presenté como Lilia.
III.
Ser beneficiaria de un nombre en ocasiones se tornó en una disputa o en la aceptación de preceptos velados, en un tratado implícito que se resumió en saber cómo ser una Lilia. Esto marcó parte significativa del rumbo en la relación con mi madre. Sobra decir que no fue la homogeneidad, sino lo abigarrado aquello que describe mejor la textura y matices del lazo entre nosotras. De ese vínculo hay cosas que valoro, unas que desestimo, existen otras que al aflorar intempestivamente me resultan incómodas, porque hacen que me desconozca desde mis propias expectativas, pero que, curiosamente, se hallan en intersección con las de ella. Más allá del juicio que les confiero, sostener el nombre ha pasado por pensamientos, emociones, prácticas y ponderaciones. En las siguientes líneas están los puntos de encuentros y desencuentros, unos que aprendí a soltar y otros que me siguen sosteniendo:
• Mis características físicas: particularmente, mi rostro parecía haberme asegurado un camino sencillo para llegar a ser una Lilia a la altura de las circunstancias. Desde muy pequeña escuché: “eres idéntica a tu mamá”. Pero el semblante caía luego de compartir tiempo con las personas, porque después del elogio acerca del parecido sobrevenían los peros: “eres muy seria”; “pareces enojada”. Luego fue: “te ríes muy fuerte”, “no saludas a nadie”. Así con suficientes diferencias que lograron que mi apariencia resultara un desencanto para quienes hubieran apostado que yo era ella, pero en pequeño.
• Los presupuestos ontológicos de mi mamá fueron simples: pulcritud y diligencia como formas de ser y estar en el mundo. Así que mi estatuto de Lilia se puso en riesgo todas las veces que opté por el camino de la pereza, o que simplemente decidí mis propios tiempos para hacer las cosas. Elegir qué estudiar, a qué dedicarme, cómo lucir, qué consumir y con quién juntarme, entre muchas cosas más, fueron tomadas como muestras de estridencia y descuido. Despertar la desconfianza de que no podría cumplir las expectativas de mi madre dio lugar a nuestros momentos más incomodos; la frialdad fue su herramienta favorita para, según ella, tratar de hacerme entrar en razón.
• Como Lilia hija tuve que lidiar con el decreto de no hacer explícita la inconformidad. Crecí con los imperativos “no contestes enojada, “sé atenta”,“acepta lo que te ofrezcan”. En este punto mi madre tuvo que recular ante la revelación de secretos de los que alcanzaba a secretar una particular desconfianza hacia otros adultos. Un día sin previo aviso, le puso a esa cláusula asteriscos y letras chiquitas: los sí sólo eran incondicionales para ella. Creí entender por qué lo decía y, a la par, el malentendido y la ambivalencia dejaron una impronta que, en muchas ocasiones, como alerta me lleva a replantearme si estoy siendo amable o complaciente, si me encuentro en riesgo o puedo confiar.
• Ser una Lilia ha sido asumir que la ternura trasciende el simple arrumaco. Es una forma de cuidado, de distintas maneras supe de ello. Una entrañable es el recuerdo de mi madre ocupada trabajando en casa, al tratar de no desatender sus labores, a la par de estar pendiente de mí, desde la ventana cantaba cuando quería hacerme aparecer de mis mejores escondites. No era una canción infantil, sino un danzón que versaba: florecita, florecita, dónde estás que no te veo. Tu perfume me hace falta, dónde estás que no te veo.
• Mi mamá privilegiaba las trenzas sobre cualquier otro tipo de peinado, era la garantía de estar presentable por más rato. Desde muy pequeña me enseñó a peinarme; siempre estaba ocupada, así que eso le hacía ganar tiempo, y a mí aprender. Nos colocábamos frente al espejo, y, a la vez que ella entretejía mi pelo desde un ángulo más o menos visible, yo buscaba el ritmo entre lo que decía y el movimiento de sus dedos. El resultado final me parecía casi un acto de magia del que se me acababa de revelar el secreto.
IV.
Heredar el nombre de la madre puede parecer baladí, pero es un rasgo que pone de manifiesto el deseo de dar algo. Tal como Matrioska, quien además transmite a Trioska y Oska la insatisfacción y sensación de soledad. Cada figura de estas muñecas sigue un contorno idéntico, pero entre tantas similitudes su tamaño es la pequeña diferencia que se convierte en la condición necesaria para que puedan embonar y contenerse. De manera análoga, pienso que lo que da una madre ocurre al menos de dos maneras: bajo la forma de la imposibilidad, como un espacio entre lo posible y lo que no se espera que ocurra, es decir, lo inesperado. O de la impotencia: un destino que se despliega de forma mítica, donde la mirada se convierte en imputación de sentido y sólo cabe cumplir lo que se espera que pase.
El legado imposible se tiende en un hilo transparente, una sutura que une lo que nadie que no sea jalado por ella puede dimensionar. No se extiende de forma continua, enlaza a una madre y a una hija como un hiato: el cruce de tiempo y espacio que constituye la familiaridad. La historia que nos toca compartir, pero que es experimentada desde diferentes posiciones. Situación que no es idílica, sino una condición de existencia cargada de efectos, que se parece más a lo que dice Gornick respecto a la relación con su propia madre: estar atrapadas en un vínculo estrecho e intenso. Lo familiar como lo que une y desconcierta, lo que se comparte aunque no se quiera ser cómplice. Es también eso que irremediablemente obliga a colocarse desde algún sitio.
Otra manera de pensar el hiato es desde la gramática: dos vocales repetidas en una secuencia, en la que su colocación fonética permite distinguirlas en sílabas distintas. Bajo el mismo tono de dicha idea, pero sin la exactitud de la definición gramatical:
Matrioska/Trioska/Oska como historia ligada a un nombre fragmentado que, al tiempo que las amalgama, las separa. Es precisamente la voz, ser nombradas, aquello que les permite distinguirse en medio de la repetición y la semejanza.
V.
Mi madre está muerta desde hace algunos años. Hice con su herencia una fantasmagoría mucho antes de que no estuviera. Un espectro hostil que me ha espantado todas las veces que me hallo encarnando su forma de pensar o hacer. Y, a la vez, es mi mayor enseñanza de hospitalidad. Y es que, todo lo que representa Lilia para mí no terminó por definirla a ella como persona. Nuestra relación la constituyó tanto la imagen que me ofreció del mundo, como el lugar que me dio en su vida. Como hija reconozco que me dolió asumir que una madre puede ser más que eso, que también lleva un nombre propio, y sin importar lo que cree que tiene que sostener con ese rasgo, es capaz de nombrase así misma. Las veces que mi mamá tuvo pequeños gestos de revelación contra su rol, así como cuando se afianzó a su tradición, abrió intersticios entre su nombre y el mío; me dio una pista nada cómoda de ver acerca de cómo no ser la Lilia que se esperaba, sino una variante anómala.
VI.
Matrioska, puso en lo yacido su deseo e hizo devenir significantes hijas a partir de donar las sílabas de su nombre a unos trozos de madera. Una madre espejo hereda una localización, con ello, propicia un espacio para reconocernos, nos nombra y abre el campo para afirmarnos.
Pienso que los nombres no se definen, se habitan. El mío lo vivo como una dimensión en capas, no por alusión a la profundidad, más bien una estructura con cierta consistencia, que es embestida por inesperados eventos telúricos. Lilia (madre) y Lilia (hija) como un continente: la tierra que se mantiene unida, pero que irremediablemente tiende a moverse y, a pesar del desplazamiento, guarda en sus partículas trazas de una historia compartida. Es el sello de nuestro lazo, una herencia, que a manera de enigma, cada que me convoca me hace hallar lo que no estaba buscando.
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Lilia Luna Ortiz nació en 1983. Su formación inicial es en filosofía. Actualmente, es candidata a doctora en ciencias sociales. Sus publicaciones son ensayos académicos en capítulos de libros y revistas sobre cultura, educación y filosofía. Se ha interesado en la transdisciplina con el psicoanálisis, la literatura y los estudios de género. Se desempeña como docente de educación superior. Porta una matrioska tatuada en la muñeca derecha, y le parece simpático contar que quien se la hizo se llama Ana Karenina.
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