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ANGÉLICA MANCILLA GARCÍA: Lavar los trastes tiene propiedades terapéuticas



Lavar los trastes tiene propiedades terapéuticas

Abre la llave del agua para remojar los trastes y prepara un poco de jabón con fórmula de carbón activado, el que la joven de la tienda le aseguró que eliminaría la grasa por completo; mete la mano en el recipiente y mezcla, exprime la fibra sobre los platos amontonados y talla. Sabe que dentro de poco su hijo y más tarde su marido estarán llamando para que ella les abra la puerta. No recuerda dónde, pero escuchó que lavar trastes tiene propiedades terapéuticas, que dejar caer el agua sobre las manos sirve para reducir el estrés, así que cada día ha consagrado religiosamente ese momento. Confía en que funciona. Recuerda la primera vez que lavó ese sartén, le procuró tanto cuidado que compró una fibra suave para no rayar el teflón, pero ahora no le importa, no sabe en qué momento el sartén dejó de ser aquél; no sólo está rayado, ya casi no le queda teflón, ahora se le pega cualquier alimento que cocina, sobre todo los huevos, por eso lo pone a remojar con anticipación y, cuando considera que ya ha sido suficiente, le pasa cualquier fibra por encima y una gruesa capa de huevo mojado se levanta con facilidad, junto con un intenso olor a choquiaque. Le da nauseas, detesta cocinar huevos, pero a su marido le encantan, incluso, cuando comen fuera de casa, los pide en cualquier presentación: con jamón, a la mexicana, hervidos, rancheros.


Termina con el sartén y sigue con la vajilla blanca. Es nueva, apenas la han usado algunos días. Lamenta que su belleza sea un desperdicio para comer en familia: recuerda cómo su hijo nunca ha dejado el celular ni para sentarse a la mesa, lo mismo que su marido. Sabe que su hijo llegará y, a la hora de la cena, mirará videos mientras lleva grandes bocados a su boca, sin ningún interés en conversar; cortará trozos de carne, los masticará fuerte y, al final de cada bocado, repetirá ese un sonido que ella detesta, producto de restregar su lengua contra la parte interna de los dientes, un sonido casi idéntico al chillido de un ratón. Su marido también se sentará a la mesa y, con control en mano, saltará de un canal a otro hasta encontrar algún partido de futbol o un programa de esos que satirizan a personas como ellos, pero que a él le divierten porque nunca ha entendido que se burlan de su propia condición. Ella comerá en silencio y, sin otra opción, también mirará su teléfono, pero no desatenderá los platos de ninguno por si desean que les sirva otra ración. Ellos terminarán su cena y se levantarán, pero ella permanecerá en la mesa, con una tristeza imperceptible se justificará diciendo que es lenta para comer.


Ha tallado ese plato más de lo necesario. Por pensar en su hijo y marido olvidó la delicadeza con que trata los trastes nuevos. Lo sostiene con tanta rabia que el plato se le quiebra en la mano derecha. De inmediato la coloca debajo del chorro de agua, quiere asegurarse de que no es grave, pero la cantidad de sangre le impide mirar la profundidad de la herida. El dolor es una avalancha que le corta la respiración, una punzada aguda que activa una cuenta regresiva. La fuerza del agua le desprende un trozo de su fina piel. Insistentemente gira su cabeza en las posibles direcciones y, por más que lo intenta, no encuentra ninguna toalla. Trata de detener el sangrado con su otra mano y grita, pero nadie la oye. Siempre ha estado sola. Hay tanta sangre que la vajilla blanca está inmersa en un torrente de amapolas. No sabe qué más hacer. Si se aleja del fregadero, manchará el piso de la cocina recién trapeado. Está paralizada, teme perder la mano porque el hormigueo ya le ha llegado como un disparo hasta la sien. Con la mano izquierda torpemente toma el teléfono de la bolsa de su pantalón, lo sostiene entre los dedos e intenta marcar a su marido. Apenas teclea un par de números y se le resbala, cae sobre el fregadero; rápido lo saca del agua, pero es tarde, ya no funciona. Sus piernas flacas se tambalean sobre su mismo eje. La llave del agua sigue abierta. No quería ensuciar, pero la coladera se ha tapado con su trozo de carne y la mezcla se desborda hasta el piso. Está parada sobre un charco de agua, sangre y jabón. Quiere llorar, no sólo se ensució la vajilla, ahora no tiene teléfono para responder a su marido e hijo cuando le avisen que están por llegar para que ella, deprisa, atienda la puerta; enfierecerán, como siempre, como cada vez que ella se esfuerza aún más. Nunca es suficiente. Mete la mano izquierda e intenta destapar la coladera. No sabe cómo, pero ahora se le ha atorado el dedo anular, en el que llevaba puesto el anillo de bodas, lo jala con tanta desesperación que se le desgarra la piel, es probable que su hueso esté expuesto, como ella desde el día uno de matrimonio. Las burbujas de jabón se mezclan con el flujo de sangre de su mano izquierda. Todo está contaminado y, sin manos, entiende que ya nada vale la pena, pero un pensamiento efímero la atraviesa como un hacha en las entrañas: al menos la cena está en el horno y la mesa está puesta.



Angélica Mancilla García. Feminista. Estudió Lengua y Literatura Hispánicas en la Universidad Nacional Autónoma de México, y Comunicación y Cultura en la Universidad Autónoma de la Ciudad de México. Es editora, correctora de estilo y gestora cultural. Cocreadora de Ingrávida, un proyecto transmedia dedicado a la difusión y análisis de literatura escrita por mujeres. En 2015, su ensayo “Elegía por la igualdad” (IEDF, 2015) obtuvo el primer lugar del Concurso Género, Educación Cívica y Democracia. Su cuento “La ola 4.0” es parte de Nosotras, antología de cuentos de ciencia ficción feminista (Especulativas, 2021). Ha colaborado con medios digitales como Cimacnoticias, Proceso, Lado B, Mundo de Mujeres, entre otros; y ha publicado cuentos en Revista Raíces, Enpoli, Especulativas, Mollete literario y Logógrafo.


Crédito de imagen: Myrna Flores

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