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XÓCHITL OLIVERA LAGUNES: Entre aliados y proxenetas



Entre aliados y proxenetas

Hace varios años mantuve una relación con un compañero de trabajo. A escondidas, claro, porque para la empresa aquella situación hubiera representado un conflicto de intereses. Pareció sentirse atraído por mí desde el momento en que nos presentaron, y no tuvo miedo al plantearme sus intenciones. Eso me gustó. También me gustó que pareciera muy poco experimentado, o eso imaginé a partir de la construcción que hice de él por todo lo que me contaba: cuatro años menor que yo, hijo único viviendo en la casa de sus padres, ahorraba casi todo el sueldo que percibía, solo había tenido una novia antes de mí. Me dijo que me quería la primera vez que estuvimos juntos. A cada oportunidad me piropeaba, de repente me comparaba con una compañera que tenía el mismo nivel jerárquico que yo, siempre dejándome mejor parada. Terminamos porque decidió entrar en una relación monógama sin decirme y no pude lidiar con eso. En el tiempo que estuvimos juntos le escribí cartas en un cuaderno donde él me las respondía. Así formamos una especie de diario, un libro en el que nos contábamos nuestra propia historia. Me insistió tanto en que se lo diera que solo por resentimiento me lo quedé, rompí las hojas una a una, las quemé y eché las cenizas a la taza del baño. No lo bloqueé de las redes sociales de inmediato, por eso me di cuenta de que, antes de quitarle el cuaderno, usaba algunas de las líneas que yo le había escrito para dejárselas en Facebook a su novia, firmadas por él, claro. Me sentí tan usada que en adelante ese fue mi único pensamiento: la acariciaba como yo le había enseñado a acariciarme (porque las primeras veces que estuvimos juntos se quedó tendido de espaldas sin mover ni un músculo); le hacía sexo oral como yo lo había conducido (porque al principio no tenía idea de dónde estaba el clítoris); la miraba como yo lo había obligado a hacer conmigo en tanto terminábamos al mismo tiempo. Cuando ya no pude pensar en nada más que en eso, lo bloqueé de todos lados y entré a terapia. El año pasado escuché una canción que dice: Tú estás con otra / haciendo las cosas / que en mi cama te enseñé, y el veinte me cayó.

También el año pasado asistí a la presentación de un libro. La autora era extranjera, por lo que la mayor parte de su familia se conectó a través de una sesión de zoom. Quienes la acompañamos ante el micrófono hicimos lo posible por exaltar el valor de su libro como un producto que había tomado tiempo, análisis, reflexión y la transformación dentro de su pensamiento. Cuando dimos por terminado el evento, la voz de su marido pidió la palabra para decir a quienes asistimos que él había sufrido ese libro tanto como la autora, aunque no lo había escrito. La reacción de quienes estaban ahí, incluida la autora, fue una especie de “Aaaaaay” enternecido tras el cual el esposo se convirtió en el compañero comprensivo que, por supuesto, merecía la atención.

Hace algunas semanas me abrí una cuenta en Goodreads. Lo primero que hice fue buscar libros de escritoras que conozco, para agregarlos a mi lista de ya leídos. Encontré el de una amiga con quien la conexión se ha desarrollado de manera muy orgánica y, desde mi lugar, fuerte. Tenía una reseña que empezaba así: “Aunque ubicaba a la autora, fue hasta que tomó mi curso donde pude acercarme a su obra”. No dudo de la buena intención de estas palabras, porque el autor de la reseña dice muchas cosas positivas del libro y del estilo de mi amiga, pero me saltó la pregunta: ¿por qué era necesario mencionar que, aunque era buena desde antes, y desde antes tenía su estilo y sus propias historias, el reconocimiento de todo eso se dio cuando ella decidió aprender de él?

El año pasado conocí a alguien. Un tipo con labia, seguro de sí mismo, con el tono de voz correcto y, en apariencia, una amplia comprensión del lugar que le correspondía en un ficticio ejercicio de deconstrucción y cuestionamiento de sus privilegios de hombre blanco y en una posición de poder dentro de la maquinaria política hegemónica que se presenta como un frente sostenido por valores que priorizan los derechos humanos y, sobre todo, los derechos de las mujeres. Es por toda esta imagen bien trabajada que ha logrado colarse en espacios donde predominan las mujeres, y desde ese lugar es visto como aliado. Fue con esa etiqueta sobre su cabeza que lo conocí. Una vez me ayudó a dar continuidad a una sesión en línea y a partir de entonces le di acceso a mi vida. Después de aquel primer acercamiento empezamos una especie de coqueteo a través de WhatsApp. Emojis, mensajes sugerentes o en doble sentido, preguntas directas. Al menos yo hacía preguntas directas. Desde los primeros días me invitó a pasar un fin de semana en su departamento, a tres horas de distancia de mi casa. Hizo la propuesta al menos tres veces. Me asombró la firmeza que mostraba en su supuesta intención de conocerme, en su manera de halagarme y echarme flores. Su seguridad fue lo que llamó mi atención, pero esa prisa que sentía en sus planes y propuestas me arrastraba hacia una expectativa vertiginosa que me removía un montón de inseguridades y preguntas.

Entre el coqueteo me hacía solicitudes de carácter laboral-profesional: que le compartiera algún texto de los que yo había entregado para un proyecto en el que colaborábamos, solo para que se diera una idea de cómo continuar los suyos; que por qué no escribíamos juntos algo para demostrar que el viaje heroico descrito por Joseph Campbell era la estructura patriarcal que había oprimido a los personajes femeninos a lo largo del tiempo;

que por qué no cedía una reseña para que fuera publicada en un medio digital en el que él tiene participación; que podíamos hacer buen equipo para armar un documento que nos permitiera conseguir espacios para difundir un proyecto literario al que, por cuestión del azar, tanto él como yo pertenecíamos, solo que sería mejor si yo me encargaba de toda la parte escrita y él de las relaciones públicas. Tejía una especie de seda entre sus planes, sus proyecciones, el coqueteo en el que yo participaba y una serie de actitudes pasivo-agresivas que desde el principio noté, pero que no identifiqué como red flags, aunque debí: se refería como “brujer” a su exesposa, expresaba juicios acerca de mis dientes, mi nariz, mis manos y otras partes de mi cuerpo de las que soy bien consciente, me comparaba o comparaba conmigo a otras mujeres que pertenecían al mismo grupo que él. Quizá lo primero que debió haberme alertado fue cuando me pidió que no comentara con nadie lo que sucedía entre él y yo, “porque no quería que se hicieran chismes en el grupo”. Ya después supe por casualidad que, en tanto tenía onda conmigo, también coqueteaba con otras mujeres dentro del mismo espacio. Y no me molesta eso, he trabajado mucho en la gestión de mis celos y entiendo cómo se construyen intimidades paralelas con más de una persona y el respeto por los límites. Creo que lo verdaderamente hipócrita de su parte fue el momento en que me dijo algo como que sentía un gran potencial con el grupo al que pertenecía; yo le dije que para mí no había ese sentido de pertenencia porque ese, mi lealtad y mi responsabilidad correspondían al grupo de mujeres con el que trabajo en este momento. Le pedí que no me considerara un elemento a su servicio o al servicio de sus intereses, y que mejor revalorara en quiénes podía apoyarse. Un rato después me comunicó su decisión: “No me odies, pero es que necesito tiempo para establecer el vínculo. No dejemos la conversación y que fluya, como adultitxs”. Ya después supe un montón de cosas, até cabos y entendí.

Lo ghosteé, para qué negarlo. Dejé de contestarle los mensajes y eventualmente se cansó de escribirme. Hace varias semanas se acabó la relación que me obligaba a mantenerlo entre mis contactos en redes sociales y le cerré el acceso a mis espacios virtuales. Me siento aliviada en gran medida, pero no dejo de pensar en su forma de proceder, en la manera como me envolvió, en cómo coló segundas intenciones en un supuesto juego de cortejo, en cómo se escabulló usando la responsabilidad afectiva como pretexto. Y creo que no va a dejar de molestarme el hecho de que se sienta tan cómodo en un espacio conformado por mujeres ante quienes no es completamente honesto, a las que utiliza ya sea para apropiarse de sus miedos y experiencias o como punto de comparación con alguien a quien quiere hacer sentir especial o en un nivel superior. Me molesta porque sé que tiene las palabras para convencerlas de que de verdad es un aliado, de que es confiable y de que están seguras con él, cuando en realidad lo único que ha hecho es adaptar los mismos mecanismos de toda la vida a un nivel más sutil para que pasen desapercibidos.

No pude evitar regresar a tantas otras veces en que los acercamientos han sido motivados por alguna expectativa respecto a lo que de mí se puede obtener: el editor que me invitó a participar en una antología al día siguiente de que se anunciara el premio que gané en 2020, pero que modificó por completo mi texto y, al quejarme, me dio la opción de que se publicara así o voluntariamente retirarme; el encargado del área de fantasía que me invitó a colaborar en su medio varios meses después de que su equipo de trabajo decidió rechazarme el primer cuento con el que me atreví a pedir una oportunidad porque para ellos era cursi; varios “colegas” que me han piropeado o tirado la onda, sin conocerme, en tanto me solicitaban lecturas y comentarios de sus textos en proceso.

Me gustaría decir que han sido experiencias aisladas, solo mías; que todo lo que percibí y sobre lo que reflexioné en realidad ha sido producto de mi mala gestión emocional y mis proyecciones, pero no es así. Tengo una amiga que ha invertido muchísimo tiempo y una infinidad de recursos para levantar un proyecto que en este momento se ha ramificado de formas inesperadas. A ella también se le acercó el mismo güey, con esa misma actitud zalamera, para decirle que quería ser una extensión de este proyecto. Sus palabras fueron: “Yo solo necesito que me digas cuánto dinero ocupo y que me armes un plan para que yo nomás pague y esto jale”. No solo él, otro par de hombres la han buscado para hacerle propuestas del tipo: “Oye, ¿por qué no organizamos un taller sobre tal o cual tema? Tú me dices lo que tengo que hacer, me ayudas con la publicidad y me mandas a las escritoras”. Y entiendo perfectamente el beneficio comercial de las propuestas y el alcance económico que podría tener, ¿pero de verdad es necesario dejar ver que, como a ella le funciona trabajar con mujeres, rodearse ellas, convencerlas de que tiene una ética, tratarlas (tratarnos) con respeto, validarlas (validarnos) y reconocerlas (reconocernos) a través de pagos justos, ante los ojos de ellos, mi amiga se convierte en una proxeneta con quien ellos, otros proxenetas, pueden negociar? Porque en estas últimas propuestas ni siquiera se solicitó el consentimiento de las escritoras para participar, solo se pidió que “las mandara”. Y el primer güey, el coqueto zalamero, tampoco preguntó si ella quería ayudarlo, solo dijo lo que necesitaba, y a partir de entonces dio por hecho que ya tenía ganado el sí y continuó la comunicación en función de ese sí, hasta que mi amiga claramente dijo que no. Aún después de eso insistió, en otras ramificaciones del proyecto, y con otras mujeres que participaban de una u otra forma. Con el mismo método y de forma paralela.

El derecho jurídico define la expropiación como “el modo que tiene la Administración de quitar la propiedad de un bien o un derecho a una persona particular, a cambio de una compensación” (ojo, que si el aliado lee este ensayo seguro me va a mansplainear porque mi conocimiento en la materia no es profundo; lo menciono porque ya lo hizo con alguien más). En este caso específico, la propiedad es intelectual, la que construimos todas las mujeres de quienes el aliado trató de beneficiarse; la compensación es el gusto, atención, admiración, deseo o aquello que manifiesta sentir por nosotras. La Administración, figura hegemónica es, por supuesto, el aliado: el güey zalamero, el editor que invita sin un pago, el chavo con buenas intenciones de extender el proyecto, el hombre que se cuelga del nombre que una mujer se está construyendo.

Lo que sucede es que ese deseo de conquista patriarcal se adapta a los nuevos tiempos de una manera voraz. Porque muchos de los hombres que se inscriben a los talleres literarios que dirigen / coordinan/ gestionan / imparten mujeres no lo hacen desde lugares sensibles o de respeto, ni para entendernos, ni para cuestionarse, sino en un afán caprichoso de apropiarse de experiencias / narrativas femeninas, para contarnos ellos en primera persona de lo que se trata ser mujer.

Porque simplemente no aceptan que hay experiencias que nunca podrán vivir, y que aunque intenten entrar en ellas y por más que se esfuercen, solo podrán ser testigos. Pero insisten porque es de lo que ahora se habla. Porque es lo que vende. Claro que mi crítica no va a detenerlos, y seguro habrá quien me refute con eso de que cualquier persona puede escribir sobre cualquier tema. Y sí: en tanto se tenga una computadora o una hoja de papel y un bolígrafo, cualquier persona puede escribir sobre lo que se le antoje. Pero de verdad, estoy harta de esos intentos de exprimirnos en todos los sentidos. Y más que eso, estoy harta de que nos sigan subestimando: de que sigan armando falsos discursos sobre las mismas actitudes y conductas misóginas; que sigan pensando que un interés romántico o algo de atención es el anzuelo que necesitamos para caer, porque en pleno 2022 seguimos tan necesitadas de su validación; que sigan creyendo que tienen lugar en donde, claramente, cada vez nos será más necesario darles con las puertas en la cara.

Quiero cerrar este texto con una reflexión: a todas las mujeres que nos vimos enredadas en este falso juego de cortejo, el aliado nos trabajó en lo individual. Si al día uno de haber iniciado la conversación hubiéramos corrido a contárnoslo entre nosotras, en este momento otro gallo cantaría.

Después de hablarlo entre varias nos dimos cuenta de que siempre usó las mismas dinámicas: las invitaciones precipitadas a su casa, la adulación, el supuesto gusto inmediato; luego venían las solicitudes de la propiedad intelectual (que no se redujeron a un solo grupo). Al final detectamos otro mecanismo: a través de esas relaciones con algunas de nosotras, intentó acercarse a otras: para conseguir algún vínculo, para extender su aparente carisma y resultar encantador en otros niveles, para acceder a nombres que se mencionan más. Me consta que a costa de mi nombre intentó acercarse a otras dos escritoras. Me enteré por ellas, no por él. Me horroriza imaginar hasta dónde se extendió por abajo del agua, pidiendo a todas que no hicieran chisme, haciéndose pasar por alguien inofensivo.

Hemos tomado acción, no solo nosotras. Y claro que reaccionó: acosando, victimizándose, haciendo amenazas sutiles, porque está tan seguro de que todo se trata del acoso sexual directo (porque esa es la única forma en la que podría violentarnos, a través de lo erótico o lo afectivo) que incluso asegura tener pruebas de que cada paso que dio fue, primero, consentido, y luego, provocado por nosotras (porque seguro nunca conocimos a alguien como él y su personalidad hizo que en automático quisiéramos seducirlo). También intentó (seguro aún intenta) que algunas de las mujeres con quienes siempre simpatizó se mantengan de su lado. No dudo que a varias las convenza, pues tiene un discurso impecable, además de que su arma más poderosa es la supuesta paternidad ejemplar que ejerce, de cuyas evidencias sus redes sociales están saturadas. Se cuelga por completo de lo que esa buena imagen puede hacer por él. Quizá aún no se ha topado con el meme que dice que las mujeres conocemos a otras mujeres que conocen a otras mujeres que saben lo que hiciste.

No me interesa darle publicidad a un hombre, menos a sabiendas de que incluso quiso colgarse del pequeño foco que en este momento yo pudiera tener, pero me molesta mucho saber que intentó lo mismo con escritoras de mayor renombre, quienes sí aceptan haberse sentido incómodas ante sus acercamientos. Me preocupaba mucho publicar este texto, porque con el antecedente de las actividades a las que el aliado se dedica no es difícil imaginar que en algún momento pudiera accionar de manera desleal. Pero, así como yo, somos varias que notamos sus violencias y que nos creemos entre nosotras. Eso nos ayuda contra el miedo. Después de haber reflexionado y comparado experiencias, llego a esta conclusión: podrá parecer que hacemos chisme, pero ese puente de comunicación es el que nos permite pensar de manera colectiva en los mecanismos a través de los cuales siguen apropiándose de nuestro patrimonio intelectual, de eso que estamos dejando a las niñas que vienen detrás de nosotras. Y esa es la más despreciable expropiación.





Xóchitl Iliana Olivera Lagunes (Ciudad de México, 1985) estudió ingeniería agrícola en la UNAM. Autora de la novela corta, Ojos de gato (Proyecto Literal, 2016) y la colección de cuentos Un pájaro en el ojo (Casa Futura Ediciones, 2021). Estudió el diplomado en escritura literaria en Literaria – Centro Mexicano de Escritores. Ha publicado cuentos, relatos y ensayos en la revista digital Cronopio, El Universal, Tierra Adentro y El Beisman. Es cofundadora de la revista digital Semillas de Sauce, editora y colaboradora en Anfibias Literarias, autora para la plataforma Pathbooks-Live your own story y parte del consejo editorial de Tejiendo Historias. Imparte talleres de escritura. Fue jurado para la convocatoria de crónica ficticia Territorios, sobre la obra del fotógrafo Santiago Arau. En 2020 ganó el Premio Nacional de Novela Joven José Revueltas.

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