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ENID CARRILLO: Tsunami*, lo que viene con el llanto de las sirenas.

*Versión basada en Foodie Love de Isabel Coixer.





—Hay cosas que crees que nunca van a pasarte —pronunció Kazu con su español tierno, casi infantil.  Lo dijo en plena cocina mientras yo veía cómo preparaba el Kaaxil sikil, un caldo maya elaborado a base de semillas de calabaza que requiere mucha práctica y un conocimiento extenso de la cocina tradicional mexicana. Sus manos parecían dirigir una orquesta mientras aplastaba semillas de calabaza y aventaba sales y especias sobre el agua hirviendo. Dominar aquella preparación le había tomado semanas y se había convertido en su obsesión.


Cuando probé el resultado final, supe que ese hombre tenía un talento especial para la cocina. Al ver mi reacción, Kazu me dijo lo de las cosas que nunca van a pasarte, como si su platillo fuera un evento extraordinario reservado solo para algunos privilegiados. Me reí de su soberbia, pero también me gustó. En ese momento no entendí bien a qué se refería, pues mi mente se había concentrado en aquel manjar y mi lengua estaba ocupada en registrar cada uno de sus sabores.


Nos conocimos en el restaurante de comida mexicana en el que trabajábamos. Kazu deseaba aprender los secretos y técnicas ancestrales de nuestra cocina, que le parecía explosiva y violenta. Yo me había divorciado hace meses y  deseaba tener la cabeza ocupada para no pensar en las cosas oscuras de siempre. Aunque no solo fue eso, la energía ancestral de ese hombre me resultaba muy atractiva. Todo lo que venía de sus manos era acuático y misterioso.


Aquello podía explicarse  porque Kazu creció en un pueblo de pescadores llamado Ine. Su tío era un maestro de soba que amasaba, cortaba y hervía fideos de trigo de manera magistral. Fue él quien le enseñó el arte culinario de Japón. Cuando los padres de Kazu murieron en el tsunami, él se hizo cargo de él y le ofreció su oficio para que pudiera salir adelante.


Lo aprendió bien. Trataba a la comida con la delicadeza que yo nunca tendré para muchas cosas.  Su forma de hablar español era la de un principiante y contrastaba con su imagen salvaje e imponente. De su idioma, yo apenas  sabía el nombre de algunos platillos e ingredientes que había aprendido en las clases de gastronomía japonesa y en las series de televisión.


Esa mezcla de lenguas y palabras extranjeras, ajenas las unas a las otras,  confluyeron en un mismo idioma: una lengua nuestra, ahora extinta. Esa diferencia fue la primera de todas nuestras imposibilidades. Nuestra falla originaria. Cuando conectas de esa forma con alguien que aprendió la vida con palabras diferentes a las tuyas, algo queda suspendido entre los dos. El manto de la traducción se interpone y miles de pequeños significados se pierden, mueren convertidos en cosas que jamás quisiste decir.


Además de las palabras, teníamos otra lengua. Con Kazu descubrí todas las partes del cuerpo que no usamos. Le gustaba ver las palmas de mis manos y pasear su índice sobre mis líneas, luego, su dedo se dirigía hacia la muñeca, mi antebrazo y caminaba hasta llegar a mi oreja, en donde se quedaba un rato recorriendo sus laberintos. Su forma de tocar me pareció de una intimidad brutal, jamás experimentada por mi cuerpo.


Algunas veces yo le soplaba la nuca, en donde se concentraba su olor animal y lejano. Aquellas fueron las pocas veces que lo vi reír sin contenerse, como si se diera permiso.

Frente a su historia, la mía parecía poco interesante, incluso sosa. Lo peor que me había ocurrido en la vida fue el divorcio, el de mis padres y ahora el mío.  El primero  me dejó con trastorno de ansiedad y ganas de llorar llegada la noche; el segundo, me regaló la horrible manía de morderme los labios  hasta sangrar cuando pierdo el control de las cosas.  


Pero en el fondo de todo eso, debajo de esas rupturas encontré el gusto por la cocina. Mi madre me enseñó que cuando preparas algo, no piensas en nada más, solo te entregas a la experiencia de crear, de reconocer  alimentos y de transformarlos. Muerdes, hueles, cortas, mutilas, suavizas. Cocinar es ofrecer tus manos al placer de otros sin la necesidad de tocarlos.


Por eso,  la presencia de Kazu en mi cocina, fue un suceso arrasador que, confieso, me hizo sentir intimidada frente a la magia de su comida. Durante los meses que comenzamos a estar juntos, yo no quería estar sola. Él tampoco. Sin planearlo, comencé a pasar días  y noches en su departamento y así descubrí que Kazu era una ola oscura.


Despertaba sudoroso  en medio de la noche y decía cosas para sí mismo en su lengua materna. Se golpeaba la cabeza con las manos y, enroscado como un caracol, se ponía sobre la alfombra hasta quedarse dormido. Cuando eso pasaba, él no quería que lo tocara. Yo lo veía desde la cama porque no podía volver a dormir.


No me atreví  a decirle nada hasta que un día se me escapó la pregunta mientras preparábamos la cena.


—¿Con qué sueñas, Kazu?


—Con el mar —contestó tras un largo silencio.


Adiviné que no quería hablar, así que seguí picando cebollas de cambray para preparar la soba y Kazu salió de la cocina. Al rato pusimos la mesa y comenzamos a hablar de tonterías.


Entre una risa y otra se hizo un silencio, luego, la voz de Kazu confesó  que siempre soñaba con un mar espumoso que burbujeaba como si tuviera cerveza. En el sueño, él veía sus pies descalzos bajo el agua, cuando de pronto escuchaba una alarma como llanto de sirenas.


Con la confianza que le dio mi silencio, me contó  la tristeza que hay en las olas de un tsunami, su densidad, lo oscuras que son. Kazu vio al mar escupir a todo su pueblo. Una ola pesada se encarreraba desde sus profundidades, que rugía y arrasaba con todo. Él  era un muchacho de catorce años. Estaba en la escuela y al escuchar la alarma tuvieron tiempo de correr hacia una colina. Él y sus compañeros fueron rescatados por una brigada dos días después del tsunami.


El pueblo quedó destruido durante años. Kazu  jamás volvió a ver a sus padres ni pudo regresar a su casa, que terminó deshecha por el agua. Se fue a vivir con su tío a la zona de Ishinomaki y aprendió el arte de hacer soba. Hacía quince años de la tragedia. Al escucharlo, me mordí un poco los labios, solo un poco nada más, para tener un dolor compartido.


Kazu estaba ensimismado en sus propios fantasmas y empezó a mostrar otras facetas de sí. Había cosas de mí que le enojaban, pero nunca decía cuáles.  Entonces me dejaba de hablar sin dar explicaciones. Luego de días de silencio reaparecía y excitado, me pedía disculpas. Y yo le pedía disculpas también, pero no sabía por qué. Y teníamos sexo y eso nos consolaba y unía por un momento diminuto para después volvernos a desconectar. La ola que lo arrastraba a él, también arrasaba conmigo.


En Kazu habitaba una furia nacida de la tragedia. Los desastres dejan todo peor de lo que estaba, la impronta que dejó el tsunami en su vida era imposible de borrar. Y yo, yo no quise llegar tan dentro suyo.


Comenzamos a gritarnos. Una noche luego de otro sueño de mar, por fin me atreví a tocarlo y  Kazu se transformó en una bestia. Quiso obligarme a que tuviéramos sexo, pero yo logré empujarlo y me encerré en el baño hasta que amaneció. Por la mañana él se disculpó, y yo tenía los labios repletos de mis propias mordidas. Permanecimos un tiempo en ese vaivén enfermizo entre hacernos cosas y pedirnos disculpas por ello.


En mi cabeza chocaba la idea de un Kazu cocinero que hacía magia con sus dedos y la de un hombre triste y furioso con un mar enojado dentro de sí. Entonces tuve miedo de imaginarme junto a él porque yo estaba abatida por mi propio tsunami y hace tiempo aprendí que la gente triste no debe estar junta.


Nunca  sé cómo terminar las cosas, por lo que hice todo para que solas cayeran por su propio peso. Debía existir una forma para alejarlo, de tomar una pausa sin lastimarnos. Tenía miedo de terminar con la boca desecha por no saber quedarme sola y por tener que vivir con la tristeza de Kazu.


 En su día de descanso cenamos en su casa. Esa noche no preparó soba, sino un poco del Kaaxil sikil, cuyas albóndigas de semilla triturada se me derritieron en la boca. Estaba tranquilo. Elogié su comida y le di la sorpresa que le tenía preparada: un boleto de avión para que volviera a Japón en las próximas fechas del Festival del Obon.


Kazu me había contado de las ceremonias para los muertos que hacían durante el festival. No todo en mí eran malas intenciones, quería que él estuviera lejos de mí un tiempo en lo que yo terminaba de procesar su llegada a mi vida y la forma en la que habría de irse. Al mismo tiempo, esperaba que al volver a su tierra, los sueños de mar se terminaran y él pudiera despedir a sus padres de alguna manera.


Así, tal vez quisiera quedarse para siempre en Japón o tomarse más tiempo para regresar. Tal vez se daría cuenta de esta mujer que soy y quisiera alejarse de mí para siempre. Así, él llegaría a su propia resolución. El hecho de que Kazu pudiera irse me tranquilizaba. Me sacaba las culpas. Esa noche no peleamos, él acepto mi sorpresa y volvería a Ine para el Festival del Obon en un par de semanas.


La última vez que lo vi en persona fue en la entrada de su edificio. Después tuvimos una llamada en la que me contó sobre un ritual budista que hicieron con flores sobre el mar y me mostró fotos de las farolas que flotaban en el agua. Me contó que había comido almejas al vapor con sake y que ahora estaba con su tío en Ishinomaki.


El rostro de Kazu era el de un niño emocionado, casi había borrado la sombra de su tristeza. Pensé que tal felicidad lo haría quedarse y que pronto, el contacto entre nosotros sería algo del pasado. Nos despedimos. Lo eché un poco de menos, pero enseguida me fui a dormir drenada por la conversación.  


Dormí hasta después del mediodía. Una llamada del trabajo me sacó del sueño en el que estaba. Me dijeron que prendiera la televisión. Las cosas que veía parecían una mala broma. Es verdad que hay cosas que crees que nunca van a pasarte: hubo un tsunami al norte de Japón, en Ishinomaki. Todo quedó sepultado bajo el agua.  En la pantalla, una ola densa y oscura  anunciada por un llanto de sirena, aniquila todo lo que encuentra a su paso.    




Enid Carrillo (Pachuca, Hidalgo, 1988). Doctora en Ciencias Sociales por la Universidad Autónoma del Estado de Hidalgo. Autora de La noche nunca termina (2019), obra ganadora del Premio Estatal de Cuento Ricardo Garibay 2018. Es una de las ganadoras del Segundo Concurso Nacional de Cuento del proyecto Escritoras Mexicanas (2019). Ha publicado cuento en las antologías Orquesta de Memorias (2021), Lotería (2020) y la Primera Antología de Cuento de Escritores Hidalguenses (2015). Algunos de sus cuentos se han publicado en medios impresos y digitales.

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