Crónica roja
Este año celebro el paso de los meses sin preocuparme por la sangre vertida en excusados, azulejos brillantes, ropa limpia o sábanas blancas.
“Nuestro ciclo ocupa una cuarta parte de nuestra vida, y es una parte importante de nuestra experiencia corporal y psicológica porque está relacionada con una parte muy importante de nuestra vida que es el tener o no tener hijos”, dice Élise Thiébaut.
Estaba con mi novio de la universidad en la sala de mi casa cuando al ponerme de pie, vi que los pantalones que le iba a presumir, estaban manchados de sangre. Lo peor, el sillón también. Cuando más tarde quise limpiarlo el trapo húmedo con el que tallé solo extendió la huella marrón. Recuerdo también los dolores, las constantes visitas al baño, los tampones mal puestos que a veces se me clavaban, las toallas higiénicas hechas un nudo.
Una toalla higiénica, un tampón y un analgésico en el auto, en la bolsa y en la mochila de viaje. Evoco la sangre, sus distintos tonos según el día del periodo. Menstruación, rojo lava, rojo zorro, escribe Mónica Ojeda. Porque así es, cada tono, cada textura contiene una historia distinta.
Revivo celebrar su ausencia mientras estuve embarazada, aunque después pasé semanas con los coágulos después de los partos. Pasados los cuarenta años, los ciclos llegaban acompañados de dolores de cabeza y sangrados excesivos que implicaban planear con precisión mis días. Consulté varios ginecólogos y acordaron ponerme un dispositivo intrauterino, un Mirena. A mi entonces esposo la idea no le gustó, para algo se había hecho él la vasectomía, si me iban a poner algo mejor que me operaran. Uno de los médicos había mencionado alguna vez una ablación del endometrio, sin embargo, era una solución más complicada que el DIU... Una operación era innecesaria coincidieron varios médicos, así que pospuse el tema. Y seguí sangrando de un modo tan intenso que debía correr al baño cada dos horas. En ocasiones me quedaba mirando con una especie de encantamiento, ese chorro de sangre caer sin pausa. Las hemorragias duraban una semana en intervalos de tres. Pasaba más tiempo sangrando que no. Hipnotizada y paralizada cambiaba toallas higiénicas y tampones. No era suficiente. En el baño de casa dejaba un rastro de manchas rojas. Debía hacerme análisis para detectar anemia con cierta frecuencia. Sin embargo, estaba paralizada sobre qué decisión tomar.
Ya opérate, repetía él
“Tenemos la regla, es un tabú y sufrimos una forma de opresión que ningún hombre conocerá jamás”, sentencia Thibaut.
Una noche mientras dormía, me despertó el teléfono de la casa. Había llovido mucho y mi día había consistido en horas pasadas en el tráfico de la ciudad así que mi sueño era muy profundo. Confundida, contesté la llamada. Mi prima me pedía ir a su casa de urgencia. Manejé a su departamento, una de sus hijas abrió la puerta, a ella la encontré recostada en el piso con los pies apoyados en la pared. Estaba tan pálida que se me salieron las lágrimas y me asusté. Había perdido mucha sangre. Me pidió llamar una ambulancia. Transitamos por la ciudad mojada, ahora sin autos, ella acostada en una camilla, yo tomando su mano. Calladas. Una hemorragia vaginal fue en aquel momento y para mujeres de nuestra edad, secreto de estado. Al día siguiente le hicieron la histerectomía.
¿Cuánto callamos sobre los sangrados de la perimenopausia?
Quizá fue antes, quizá después de lo sucedido con mi prima.
Estábamos él y yo en el baño de una habitación de hotel en una ciudad lejana.
Él me besó.
Me abrazó.
Susurró.
De pronto se detuvo.
Había un charco de sangre en mis pies, sobre el piso del baño.
Él corrió al excusado y vomitó.
Coágulos de resentimiento se adhirieron a mi vientre. Tardaría años en expulsarlos.
Tardaría años también en retomar las decisiones sobre mi cuerpo.
Un cuerpo que me complace y no está en función de complacer.
Después del divorcio entablé una nueva relación, un ser ocupó de nuevo mis entrañas. Me trajo la calma. El Mirena estaba instalado.
Cada año la ginecóloga y yo lo veíamos, con orgullo, en el ultrasonido. Sonreíamos complacidas ante la placidez con que habitaba mi útero. Nunca más un sangrado. Me arrepentía de no habérmelo puesto antes, de tantas hemorragias innecesarias y sin embargo ahora sí, ahí estaba. La criatura que habitaba mi vientre era silenciosa, no exigía atención. Comencé a habituarme a las presencias que sanan. A los amores callados, presentes, que no demandan ni condicionan. Y del DIU pasé a otras relaciones cómplices.
Cuando llegó la menopausia ni siquiera me di cuenta. Hubo que comprobarlo mediante análisis de sangre. No hubo un duelo, ningún pesar. Ningún romanticismo en torno a los años de fertilidad.
¡Felicidades! me dijo la ginecóloga.
Daniela Becerra es escritora y editora. Se graduó con una tesis sobre la participación de las mujeres en la literatura mexicana. Ha publicado ficción y noficción en Literal Magazine, Nagari, Escritoras Mexicanas, Reforma, El Financiero, Harper’s Bazaar y Elle, entre otros medios. Durante 2020 formó parte y coeditó el proyecto literario colectivo Palabras Entrelazadas que se publicó bajo el sello de Ediciones Mastodonte. Es coeditora y colaboradora de Anfibias Literarias y parte del grupo Escritoras Peligrosas de Gloria Fortún.
Gracias por mi Y por todas mis compañeras…