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MON MARGO: Corto circuito



Corto circuito

[6:30 am]

Tititititi. Tititititi. Tititi… Nunca apago el despertador después de más de tres pitidos. Es como si se me activara un circuito interno o resorte al escucharlos, el mismo que de golpe me ubica en tiempo y espacio: “Es miércoles. La primera clase es a las 8”.


Apenas me muevo, la hija se da la vuelta para acurrucarse junto al papá. Al levantarme, el perro, desde su cojín cerca de la cama, entreabre un ojo, pero vuelve a cerrarlo una vez que paso junto a él y lo arropo.


Rumbo a la cocina, abro las persianas. Trac, trac, trac. Las ventanas no; aún quiero sentir un poco el aire encerrado de la noche. Enciendo la radio. Tomo un vaso con agua y relleno el filtro. Reviso que el perro tenga comida. Pongo la cafetera para el papá y la tetera para mí. Abro el refri… “Ayer desayunamos huevo revuelto. Es día de la vacuna contra la alergia”, me indica la brújula interna.


Pongo a cocer avena con leche, un mucho de canela, no tanto de nuez moscada y algunos trozos de manzana que la hija no se comerá porque no le gustan remojados, pero que igual pongo para darle sabor. Quién sabe, en una de esas hoy sucede un milagro.


Regreso al cuarto: nadie se ha movido siquiera un centímetro.

-¡Son casi las 7!, digo con cierta alarma.

En la penumbra, veo una masa que se remueve bajo la colcha. Tuerzo los ojos y vuelvo a la cocina para revisar que la olla con avena no esté por derramarse.


-¡Buenos días, mamiii!, escucho a la hija gritar minutos después desde su cuarto.

-Buenos días, cariño. Ya casi está el desayuno. Vete vistiendo...

-Buenos días, guapa, me dice el papá.

-Buenos días. ¿Desayunas?

-No, tengo junta temprano.

-¿Bajas la basura cuando te vayas?

-Ajá.


Sirvo un plato para la hija, otro para mí y me preparo un té verde. Llevo algunos meses sin tomar café porque ya no estaba durmiendo bien. Quedan 30 minutos para que empiece el día escolar. “Apenitas”, escucho en mi cabeza.


-¡Ya está tu plato en la mesa!, le grito a la hija.

-¡Voooy!, responde ella. Pero no viene.


La media hora que falta para que entre a la escuela se evapora. “¿Te lavaste los dientes?, ¿¡revisaste la batería de la compu!?, ¿tienes todo a la mano?...” Cuando es momento de que se conecte a su primera clase, sigue sin estar lista. Cinco minutos después, el papá sale por la puerta rumbo a su oficina, a la que ha regresado hace apenas unas semanas, y la hija por fin se sienta en su mesa de trabajo, que de pronto ya le queda chica.


-¡Mamáaa, la compu solo tiene 2%!, ¡¿dónde está el cableee?!, me pregunta con esa cínica confianza infantil de que siempre sé dónde está todo.


Se lo pongo en la mano y tan pronto escucho que saluda a su maestra, sopeso el nivel de urgencia entre los pendientes de trabajo versus las labores de casa: lo primero que hago es pasear al perro. Luego echo a lavar una carga de ropa. Bajo la basura que el papá olvidó sacar, otra vez. Tiendo la toalla mojada que dejó tirada. Echo un vistazo a lo que hay en el refri para preparar mentalmente el lunch y la comida. Me siento a revisar mis correos y respondo algunos de los muchos mensajes en el teléfono.


Sé que terminó el primer bloque de clases cuando escucho “mamáaa, ¿me preparas un luunch?”. Tengo la sensación de que me senté apenas hace unos minutos.


-¿Jugamos?, me pregunta la hija mientras parto queso y una manzana: se niega a morderla porque tiene dos dientes flojos, pero tampoco come ninguna otra fruta.

-Después, estoy trabajando.

-Está bieeen. En el arrastre de la e noto su hartazgo de obtener de nuevo la misma respuesta.


Me preparo una segunda taza de té. Me conecto a la junta que tengo programada. Reviso el reloj: casi es hora del segundo bloque de clases. “¡Faltan 5 minutos para el siguiente Zoom!”, le aviso la hija. Estoy pendiente de lo que se dice en mi pantalla, pero no me enfoco por completo hasta que ella se sienta de nuevo en su escritorio.


Al terminar mi reunión, me baño. Con el pelo escurriendo, me siento de nuevo frente a la computadora para terminar una presentación. Al acabar sus clases, la hija se para junto a mí y empieza a escupirme todo lo que le pasa por la cabeza. Aprovecho para poner la ropa en la secadora. Son las 2 de la tarde: hora de volver a sacar al perro, un viejito con poliuria que necesita salir al menos cuatro veces por día o deja charcos enormes de pipí donde le agarran las ganas.


Lavo trastes, me pongo a preparar la comida y mando a la hija a ver la tele para evitar el “¿ya está lista?, ¿ya está lista?”. Contesto una llamada. Pelo verduras, cuezo pasta… Comemos. Pasamos parte de la tarde construyendo un fuerte en la sala y luego salimos a comprar pan y tortillas, también un helado. Al regresar, ya es hora del baño. Correteo a la hija para que se meta a la regadera mientras reviso los correos de la tarde. Cuando sale, le ayudo a secarse el pelo, se lo desenredo y le pongo crema.


-¿Tendiste tu toalla? ¿Recogiste tu ropa sucia? ¿Te dejaron tarea?


La mesa está llena de moronas, manchas secas de comida y servilletas usadas; el fregadero rebosa de trastes; mis listas de pendientes, facturas por pagar y notas de trabajo están esparcidas por la mesa...


-¡Ya está tu pan con crema de cacahuate y mermelada! La hija viene de inmediato porque es su favorito.


El reloj de la cafetera marca las 7:30 pm. Media hora más y habrá acabado la jornada materna: queda perseguirla para la lavada de dientes y leer un cuento… Aunque ahora la hija se ha puesto a correr alrededor de la mesa.


-¡Siéntate y acaba de una buena vez!


En la cocina, el perro sacude su cacerola con la pata para pedir más agua y comida. Antes de servirle, parto en pedacitos su medicina para la artritis, la única que se come por voluntad propia. Enciendo la hornilla con la tetera y en lo que hierve el agua, anoto un par de pendientes para mañana:

-Impuestos

-Pagar contabilidad

-Comprar queso


La hija empieza con su habitual fila de preguntas con tal de retrasar la hora de dormir: “¿Los ninjas realmente existen?, ¿qué fue primero: el diccionario o la enciclopedia?...”. Le respondo como puedo. De pronto se escucha el cerrojo de la puerta y ambas alzamos la cabeza. ¡El papá ha llegado temprano! La hija se levanta de la mesa de un salto para ir a saludarlo.


-Me estoy haciendo pipí, dice él, y a toda prisa se va directo al baño.

-Última llamada para terminarte la cena, le advierto a la niña.

Ella me ve, se lo piensa por una fracción de segundo y reanuda su correr alrededor de la mesa.


-¡Llegó papá!, ¡llegó papá!, ¡llegó papá!


Respiro profundo. Siento que mis mejillas se encienden y un zumbido empieza a resonar en mis oídos… Me quedo a oscuras, pero uno de mis circuitos de emergencia registra el audio de lo que sucede:


-¡Papáaaa! ¡La mamá se apagóoo!


Silencio. Unos momentos después, se escucha el agua corriendo en el escusado. Luego, la voz del papá:


-Aaagh … Se ha de haber sobrecalentado oootra vez. Francamente no sé por qué falla tanto este modelo de mamá, le dice a la hija. –Se supone que puede con todo y más, y tampoco es que haga tanto. Mañana temprano llamo al técnico para que venga a revisarla o la sustituya con un equipo nuevo. Dale un besito y vamos a acostarte.

-Ay, qué chafo. Está bien, papi. Buenas noches, mamatina. ¡Muac!




Mon Margo nació en CDMX, en 1978. Estudió Publicidad y a partir de un taller de Periodismo se involucró en medios web e impresos. Desde hace más de 10 años trabaja por su cuenta, colaborando con distintas publicaciones y creando contenidos y proyectos editoriales para marcas, organizaciones y emprendimientos. La maternidad la llevó a co-crear El encanto del caos, un diario para registrar anécdotas y ocurrencias infantiles. También, a recurrir al humor y dibujar viñetas que reflejan vivencias cotidianas con su chamaquilla o sentires maternos. Su relato "Ahorita vengo", está incluido en el libro colectivo A muchas voces. Escritura desde la maternidad, derivado del taller "Pequeñas labores".


Crédito de imagen: Myrna Flores

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