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CARMEN ROS: En Cancún con mi suegra




—Vamos a vivir unos días como millonarias—me anunció Rita, la madre de mi

esposo.

Me quedé tirada en un sillón con los pies sobre un taburete; aun cuando tenía

náuseas, el periodo de vómitos en ayunas parecía haber desaparecido. Los malestares del embarazo me postraban.

—Come, estás muy pálida, debe faltarte hierro —mi suegra extendió un plato

pequeño con algunos ramitos de berros, recortados y la mitad de un limón— ya tienen sal.

Ese viaje a Cancún era para consolarme porque Kenneth, mi marido, se había ido a

Cuba, a jugar el Capablanca, un torneo de ajedrez. Su estancia allá sería de cuatro semanas.

La arena, blanca y suave como talco. El aroma salino del mar. Los colores del agua

parecían cardúmenes azules y verdes. El cielo cálido, sin fisuras. La playa sin más huellas

que las nuestras.

Mi suegra y yo nos quitamos las sandalias y entramos a paso lento en el mar

transparente y tibio. Nos detuvimos para ver los peces de color naranja, del tamaño de una vaina de chícharos. Nadaban junto a nuestras piernas, las rodeaban. El agua nos mecía.

Mi bikini era blanco. Rita dijo que lo había comprado para que yo luciera la panza

en donde cargaba a su nieto: Ingmar.

—Nunca he estado en una playa así y es toda para nosotros tres —pronunció, al

tiempo que puso una de sus manos sobre mi vientre.

Yo me incliné, quise acariciar uno de los peces, como si eso fuera posible. Tal

vez deseaba otra cosa y el pez era su representación: brillante, inasible, fugitivo.

Mi suegra se puso el huipil que había comprado en Mérida, meses atrás. Mientras

nos vestíamos para la noche mexicana, que sería en los jardines del hotel, en el radio de la habitación había música. Apenas escuchó que Edith Piaff entonaba La vie en rose, Rita comenzó a cantar junto con la francesa. El rigor de sus erres sueco-finlandesas hacía segunda a las burbujeantes erres francesas. Nunca la había oído entonar una canción completa. En cuanto terminaron los últimos acordes, bajó el volumen de las bocinas.

—Me acordé de Nino— dijo con el aire de quien ha volado y acaba de posarse en

medio de un lugar semidesconocido.

—¿Quién es Nino?

—Un amante que tuve en Ankara— respondió mientras se ponía Chanel Número 5

detrás de las orejas.

Me quedé atónita.

Rita había vivido en Turquía cuando mi suegro era diplomático. En León, en donde

nací y había sido educada en una sociedad cuyo horizonte estaba delineado por valores

católicos, eso no ocurría y no debía de suceder, mucho menos tratándose de una mujer

casada. Esa infidelidad llenaría de deshonra a su marido, hijos, hermanas, hermanos, padre y madre; pero, si tenía hijas, la afrenta para ellas sería peor, porque —corría el dicho indecible en voz alta— “puta la madre, putas las hijas y putas las sábanas que las cobijan”.

Inimaginable que mi mamá o cualquiera de sus amigas hubieran tenido un amante y se lo confesaran a su nuera. —¿Y tu marido? — sentí el sabor del escándalo en la lengua, se me salía por los ojos.

—Él no dijo nada, pero yo creo que sabía. ¿Ya estás lista? Vámonos para llegar a

tiempo de que nos den un buen lugar.

Nos dieron una mesa en una terraza junto a la alberca. Hilos de papel picado

colgaban de un farol a otro. El sonido amaderado de las marimbas. Mesas de bufet

yucateco. Langostas cocinadas en brasero de barro. Rita pidió tequilas y sangrita. Ingmar empezaba a estar incómodo en mi panza.

Yo quería saber quién era el amante, de dónde había salido, cómo lo conoció.

—Nino Salvatore, un diplomático argentino. Muy guapo, moreno, me enseñó a

bailar, me abría la portezuela del coche, mandaba flores, yo sabía que él las mandaba.

Salíamos a la playa. Íbamos a Estambul. Me regaló un collar de perlas y me pidió que

nunca me lo quitara.

Se conocieron en un cocktel. Ella me dijo cuánto tiempo había durado el romance,

aunque ahora ya no lo recuerdo. Lo que sí tengo presente fue el motivo de la separación: de las oficinas de Relaciones Exteriores salió la orden de volver a Finlandia. Cuando Rita lo supo, creyó que entre la piel y los músculos le flotaba una sustancia como el gas mostaza.

Nino. Lo imagino con aquel bigote de línea y el pelo engominado como aparecía en

algunas fotos que ella conservaba. Nino le insistió en que se quedara en Ankara con

Marion, mi cuñada, que en ese momento tenía diez años. Rita lo habría hecho si él no

hubiera sacado a Kenneth del paquete familiar; pero ella había conocido desde muy

pequeña el frío del abandono de su madre y no iba a dejar que su hijo probara los hielos del desamparo.

Durante días, mi suegra estuvo empacando todos los enseres que llevaría a Helsinki:

vajillas, adornos, ropa de vestir, de cama, alfombras iraníes y turcas, la cocina entera.

Puedo verla con un pañuelo en la cabeza, pantalones, una blusa sin manga y sandalias, dar órdenes al personal de servicio en el mejor turco que pudiera hablar. La mente ocupada en el embalaje y el corazón sepultado bajo cajas, maletas, baúles abiertos y cerrados, colmados de enseres, rotulados unos y otros por rotularse. El desordenado pulso de sus latidos palomeando la lista de paquetes. Cuando llegaron los empleados de la empresa que llevaría la mudanza hacia el Saxonia, el barco en el que la familia iba a viajar al día siguiente, la casa se tornó en un remolino de entradas y salidas de desconocidos y conocidos. Al salir las últimas maletas de ropa de las manos de los cargadores, se empezó a escuchar el eco de los sonidos que tienen las viviendas y las construcciones vacías. Fue el momento en que Rita se dio cuenta que Kenneth había desaparecido.

Mi suegra preguntó quién lo había visto por última vez, a qué horas. Durante la

mañana, alguien de la servidumbre lo vio salir de la casa con otro niño de la misma edad, el hijo del mayordomo. El personal de servicio salió a la calle dando voces, gritaban los nombres del par de chiquillos. Mi suegro llamó a la policía. A Marion se le prohibió poner un pie en la calle. El mayordomo subió a una de las patrullas para ayudar en la búsqueda.

Rita telefoneó a los vecinos preguntando por los fugitivos. Mi suegro, en un auto de la

embajada, peinó los vecindarios próximos. Todos temían que los pequeños hubieran sido raptados para esclavizarlos, cosa que era probable en ese tiempo. Rita recorrió una y otra vez, luego de otras veces, la casa entera, habitación por habitación, en el desván, en la cocina, en los baños, detrás de cada arbusto en el jardín. Desde el centro de su pecho, el miedo y la desesperación corrían por su cuerpo, le oprimían las venas, cada uno de sus órganos sentía esa presión. Sonó el teléfono, era su marido, que llamaba desde una cabina pública para preguntar si había noticias. En el cielo, el atardecer estaba a punto de extinguirse y la búsqueda se haría más difícil. Mi suegra se sentó en el piso con Marion entre sus brazos, cada una escuchaba los sollozos de la otra, tenían la vista en la puerta abierta. Así pudieron ver, de golpe, cuando la policía bajó al par de mocosos de una patrulla para entregarlos a sus padres.

Kenneth recordaba ese día por la felicidad de haber estado sin vigilancia en una

feria y en un cine, y por el precio que pagó, pues según su memoria, su mamá lo había

recibido a nalgadas con una piedra. En realidad, fue con un cepillo para el pelo. Esa noche, mi suegra durmió abrazada a sus hijos, agradecida de tenerlos y, al mismo tiempo, deshilado el corazón por perder a su amante. Eso fue en el hotel donde pasaron la última noche. Mi suegro seguramente estuvo solo en otro cuarto.

La familia se instaló en Helsinki, no lejos del puerto. Mi suegra recibía cartas del

señor Salvatore, le decía que el gobierno argentino lo había trasladado a Buenos Aires. La una y el otro estaban casi cercanos a los polos del hemisferio norte y del hemisferio sur. La ciudad finlandesa miraba hacia el Báltico y la bonaerense al Río de la Plata. En la

correspondencia de Nino, la súplica insistente para que Rita viajara a Sudamérica. En las

respuestas de ella, la negativa reiterada de no abandonar a su hijo. Las misivas fueron

dejando de circular en las oficinas de correos.

Al terminar la cena, Ingmar estaba inquieto, parecía hablar con burbujas de líquido

amniótico. Glub, glub, glub sonaba en mi adentro, solamente yo podía escuchar. Las gotas de sudor sobre mi piel y la noche ceñida de estrellas eran lo mismo.

Rita pidió la cuenta y me llevó de la mano desde la terraza hacia el restorán. El aire

acondicionado fue un alivio. Mi suegra, delante de mí, avanzó hacia un corredor amplio y alfombrado; mientras yo me detenía vi que su huipil se alejaba. Una fuerza me empujó a sentarme en la primera silla que vi, elevé un brazo para llamar la atención de un mesero que estaba próximo, se acercó. Por favor, por favor… recuerdo haberle dicho antes de perder la conciencia.

Al abrir los ojos, el entorno perdía velocidad en sus giros, el techo se aquietaba y

quienes me rodeaban iban adquiriendo rasgos nítidos.

— Soy ginecólogo — un hombre con acento argentino me tomaba el pulso— ¿con

quién viene?

Con la mirada busqué a Rita, di con un mesero que con un mantel cubría mi vómito

arrojado sobre la alfombra.

—¿Quién la acompaña?

—Mi suegra.

—¿Dónde está?

—No sé.

Tan pronto como pude ponerme de pie, lo hice y fui a la habitación.




Carmen Teresa Ros Aguirre es cofundadora y codiseñadora de la licenciatura en Creación Literaria de la Universidad Autónoma de la Ciudad de México, en donde es profesora e investigadora de tiempo completo. Ha publicado cuento, novela, reseña, entrevista, reportaje y ensayo. Colaboró en El Nuevo Herald de Miami; fue guionista de Discovery Channel, People + Arts, B.B.C y Global Education Fund.


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