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MARCIA VILLANUEVA LOZANO: Apuntes sobre una etiqueta vacía



Apuntes sobre una etiqueta vacía

En la adolescencia, tuve un novio al que le encantaba compararme con su ex: ella era deportista, pero yo no; ella era culta y había viajado mucho, mientras a mí me faltaba mundo; ella pronunciaba perfecto el inglés, y a mí se me enredaba la lengua… Todas sus críticas me hacían sentido, salvo una que me desconcertó por completo: a diferencia de ella, yo no era maternal.


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En mi familia no hay ejemplos paradigmáticos de maternidad. En cambio, tenemos historias como la de la Iaia Nita, la mamá de mi abuelo.

Su nombre era Juana Sangenís. Nació en 1892, en el seno de una numerosa familia barcelonesa. A ella, como a sus hermanas, la educaron para tocar el piano y bordar. La Iaia contaba entre risas que ni afinaba, ni estudiaba las notas, ni cantaba bien. Tampoco aprendió a hacer puntadas.

Juana, Juanita, Nita se casó con un comerciante de encajes de Bruselas. Vivían en las Islas Canarias, donde ella pasaba largas temporadas sola mientras él viajaba por negocios. Tras uno de esos viajes, Juana encontró evidencias de su infidelidad. Quizás halló una carta de amor, una fotografía de la amante o marcas de labial en su ropa, esa nimiedad nadie la recuerda. Pero es lo de menos, lo importante fue su reacción: hizo sus maletas y se regresó sola a Barcelona a principios del siglo XX.

De regreso en su ciudad natal, Nita tocó la puerta de su hermana, quien estaba casada con un hombre de la alta alcurnia catalana. Al matrimonio aristócrata le pareció un escándalo que Juana hubiera abandonado al marido, por lo que la mandaron a vivir a una modesta pensión donde conoció a Joaquín Lozano, quien vivía ahí junto con sus dos hijos mayores. El menor, Eduardo, mi abuelo, vivía en un internado, pues aún era muy pequeño y su padre no podía encargarse de sus cuidados y, a la vez, proveer a la familia. Poco tiempo antes, Obdulia, la madre biológica de mi abuelo, había perdido la cordura. La internaron en un hospital psiquiátrico después de que un día amenazó a sus hijos con un cuchillo.

Cuando se enamoraron, Juanita comenzó a acompañar a Joaquín y a sus dos hijos mayores a visitar al pequeño Eduardo, que salía del internado los fines de semana para reunirse con su familia. En uno de esos encuentros, Eduardo les contó que un cura del internado entraba a su habitación por las noches y se metía en la cama de su compañero, otro niño de su edad. Ese día, Nita y Joaquín decidieron mudarse a una casa donde pudieran vivir todos juntos. Y así fue como la Iaia Nita se convirtió en la mamá de Eduardo.

Nita fue quien cuidó a mi abuelo el resto de su infancia, quien lo arropó en las noches de frío, quien veló sus fiebres. Fue ella quien lo despidió con lágrimas en los ojos cuando mi abuelo se fue al frente durante la Guerra Civil, y quien lo recibió con desbordante alegría cuando volvió a casa. Ella fue quien preparó las maletas para que pudieran salir juntos rumbo a México, en el exilio. A ella es a quien mi mamá llamaba Iaia, que es el diminutivo cariñoso de avia, abuela en catalán. Ella fue mi bisabuela.

Con estas historias familiares—de una madre biológica desequilibrada y amenazante, y una madrastra protectora e irreverente—no extraña que me costara trabajo entender la crítica de mi exnovio.

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Pasaron muchos años sin que yo recordara aquel incidente. Lo olvidé hasta que tuve problemas de infertilidad. A pesar de tener una formación científica como médica, y después una formación filosófica que me exige pensar con argumentos sólidos, fue inevitable considerar que tal vez no lograba embarazarme porque no era maternal.

Enseguida descarté esa ocurrencia con razonamientos mucho más admisibles. Argüí que mi infertilidad debía tener una explicación biomédica, aunque aún no la hubiéramos encontrado. Y califiqué el desprecio de mi exnovio como una injuria machista. Su crítica me pareció entonces un juicio contra mi poca afinidad con el modelo de “buena mujer”. Pero ¿por qué mejor no me dijo que se sentía poco atraído hacia mí porque hablaba, comía y bebía como un cabrón? ¿Por qué tuvo que recurrir a la figura de la madre para decirme que era una “mala mujer”, si lo peor que le hubiera podido pasar en ese momento era que yo “saliera” embarazada?


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Obdulia y la Iaia Nita no son los únicos ejemplos insólitos de maternidad en mi familia. Mi abuela utilizaba en la década de los 50 un DIU de plata para controlar su fertilidad, y se lamentó profundamente cuando el dispositivo falló y tuvo a su tercera hija. Mi tía recuerda un día en que estaba exasperada porque su bebé no dejaba de llorar y su esposo la cachó sacudiéndolo con desesperación. Mi prima tuvo numerosos abortos antes de poder formar la familia que tanto anhelaba. Mi mamá nunca deseó ser madre hasta que de repente sintió el impulso.

Ninguna de ellas encarna el ideal patriarcal de la madre. De cierta manera, sigo sin entender qué es eso. Reconozco, sin embargo, que alguna vaga idea debo tener sobre lo que representa porque cuando la novia de mi cuñado se embarazó y decidieron tener al bebé, yo pensé que ella lo iba a hacer bien porque una vez la había visto cortar un sándwich en forma de triángulo para una niña. Pero esa noción sigue siendo insuficiente, pues estoy convencida de que lo que quería mi exnovio no era que le partiera los sándwiches en triangulito.


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Quizás no es del todo descabellada la idea de que alguien pueda ser maternal o paternal en la adolescencia. Mi esposo se ganó el apodo de “Papá Rorro” desde muy joven, a partir de un viaje que organizó a Playa Michigan con sus amigos. Él hizo las compras, armó las tiendas de campaña y cocinó para todos utilizando una hornilla de camping.

El apodo prosperó porque esa forma de ser de Rodrigo se replicaba en muchos contextos. Él convocaba las reuniones con los cuates, los invitaba a su casa y les preparaba la cena. Durante las giras de basquetbol fuera de la ciudad, él llevaba el coche y manejaba. Y cuando sus papás se fueron a vivir a provincia, él se quedó a cargo de la casa familiar y de sus dos hermanos menores, con tan solo 19 años. Llamarlo “Papá Rorro” no sólo se volvió una herramienta cómica para reconocer sus labores de cuidado, sino también para criticar con humor el gusto que tiene por el control.

Hasta antes de la pandemia, Rodrigo se dedicaba a organizar viajes para alumnos de distintas escuelas. Ahí también lo llamaban “Papá Rorro”. Para quienes lo conocemos, el apodo nos resulta natural, pero en espacios nuevos y conservadores, genera sorpresa que un hombre fornido de dos metros de altura cumpla con esas responsabilidades. En un viaje que hizo para una escuela en la que no lo conocían, una chica burlona lo llamó “Mamá Rorro” y uno de los profesores le preguntó si era gay.

Veinte años atrás yo fui desaprobada por no ser maternal, y en la actualidad mi esposo ha sido cuestionado por serlo.


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Rara vez se hablaba en mi casa sobre Obdulia y la infancia de mi abuelo. Esos eran secretos familiares y se abordaban con susurros tangenciales. Si yo me enteré de esa historia fue por mis preguntas directas, para las cuales recibía respuestas honestas pero acompañadas de consignas de confidencialidad. Incluso ahora que le pedí a mi mamá detalles de la historia para narrarla aquí, me advirtió: “recuerda que el abuelo no hablaba de eso, y hay que respetar su memoria”.

Hace unas semanas se comentó en un círculo de madres escritoras que nosotras tenemos la carga de cuidar lo que escribimos para no dañar a nuestros seres queridos. Con esa charla comprendí que ser maternal se refiere a ejercer todo tipo de cuidados, desde los más triviales como cocinar, hasta los menos obvios como preservar secretos. Gracias a esa conversación, puedo entender que la advertencia de mi mamá es una forma de ser maternal con su padre.

Al revelar detalles poco gratos de la familia, corro el riesgo de volver a ser descalificada por no ser maternal. Pero ninguno de los personajes involucrados en esa historia sigue vivo, así que no puedo dañarlos con mis relatos. En todo caso, estoy haciendo un homenaje al espíritu de liberación femenina de la Iaia Nita.

A ella le tocó enseñarnos que una puede abandonar a su marido, arrejuntarse con otro hombre y ejercer la maternidad aun sin haber parido. Hoy en día, a nosotras nos toca acabar de desmontar el mandato de la esposa abnegada y el mito de la madre perfecta, pues esos sí que siguen vivos, como prueba el habitual desdén que sufren las mujeres sin virtudes “maternales”.


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En 2011 se exhumaron los restos de Catalina Muñoz, ejecutada durante la Guerra Civil Española. El titular de la noticia fue: “La madre que llevó un sonajero a su fusilamiento”. Al momento de su muerte, Catalina tenía 37 años y un bebé de 9 meses.

En la familia de Catalina tampoco se hablaba de lo sucedido; su historia vio la luz junto con sus huesos. Su bebé es ya un octogenario que nada recuerda de ella. En cambio, su hija mayor aún puede evocar el día en que fueron a buscarla: recuerda a su mamá corriendo con el bebé en brazos, y cómo se cayó, y el llanto del bebé retumbando desde el suelo mientras los soldados la aprehendían. Creen que la sonaja iba en la bolsa del delantal que Catalina llevaba puesto esa mañana.

Entre los objetos personales que se han recuperado en las fosas de la Guerra Civil ha habido lápices, gafas, relojes, peines, anillos, medallas, crucifijos. El caso de la sonaja de Catalina es singular: es el único objeto hallado en una fosa que revela la identidad maternal de la víctima. Las demás madres fusiladas en la Guerra y cuyos restos han sido rescatados no han sido identificadas como madres.

¿Qué se necesita para ser reconocida como madre?

¿Qué insignias deben acompañar nuestros cuerpos—vivos o muertos—para ser consideradas maternales?


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Al llegar a cierta edad, empecé a recibir piropos por parecer maternal. ¿Qué cualidades había adquirido para ser alabada ahora? ¿Era una paradoja de la profecía? Ya que me habían dicho que me faltaba ser así, ¿aprendí a aparentarlo? ¿O era más bien una prescripción social que me presionaba para subir un peldaño en el valor de las mujeres?

Finalmente me convertí en una mujer maternal durante todas esas horas que pasé en la mecedora amamantando a mi bebé, pero no me siento más valiosa que antes. ¿Qué sentido tiene entonces ser maternal? ¿Acaso no es sólo una etiqueta vacía que propina con maña halagos o descrédito?




Marcia Villanueva Lozano (CDMX, 1983) Desertora de la medicina, filósofa y escritora. Publicó sus primeros escritos en el libro Inventario (2000), publicado y editado de manera independiente por Vivian Abenshushan. En 2008, ganó el Premio al Servicio Social Dr. Gustavo Baz Prada de la UNAM por las labores médicas que realizó en un pequeño poblado medio selvático de Tabasco, experiencia de la que surgió su libro Cacaos (UNAM, 2011). Tiene estudios de posgrado en Filosofía de la Ciencia en México y España. Actualmente es postdoctorante del Centro Regional de Investigaciones Multidisciplinarias (CRIM) de la UNAM, con un proyecto de investigación sobre la identidad médica y las masculinidades. De manera paralela, está retomando su camino como escritora.



Crédito de imagen: Camila Muñoz Becerra

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