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ALEXANDRA DE LA COLINA: Los monstruos que habitan mi casa






Los espacios pueden funcionar como símbolos que configuran la narrativa de una persona.

Pueden ser detonadores de bellos recuerdos o de aquellos que rasgan la piel.



Tenía interiorizada la forma de introducir la llave, de abrir la caja

fuerte y ajustar el cabezal de la ducha: a lo largo de los años me

había alojado en docenas de habitaciones idénticas a la que estaba

ocupando ahora. […] Y sin embargo, ahora que Quintana estaba

ingresada en el UCLA, el Beverly Wilshire me parecía el único

sitio donde yo podía estar a salvo, el único sitio donde todo

seguiría igual, donde nadie conocería los acontecimientos de mi

vida reciente ni aludiría a ellos. El único sitio donde yo todavía

podría ser la persona que había sido antes de que sucediera nada

de todo aquello.


Es lo que dice Joan Didion, en su magistral obra sobre el duelo, cuando regresa a una habitación de hotel en circunstancias muy distintas. Esto me hace pensar, que los espacios están dotados de cierta permanencia y vienen acompañados de una sensación de seguridad. Como si estuvieran abstraídos del tiempo y aunque las circunstancias cambien súbitamente, se piensa que los espacios cobijan y permiten que el presente se detenga por un instante. Bien lo dice Didion: el espacio como el único sitio en el que el YO no cambia a pesar de la vida y sus accidentes. Es común querer regresar a lugares con la esperanza de encontrar las piezas intactas. También es común que al hacerlo nunca se consiga porque, aunque el lugar no cambie, los ojos no miran lo mismo, la circunstancia está patas arriba y el “yo” deja de encajar en esos moldes. Aunque el espacio se mantenga intacto, volver es reencontrarse con una persona que ya no tiene cabida en el presente. Por eso, prefiero no volver, porque he sido testigo, de que la persona que se va y vuelve nunca es la misma; de eso se encarga la vida. Ahora bien, en mis intentos por delinear los espacios y sus significados, me di cuenta de que el cuerpo es un lugar que traza su propio mapa. El cuerpo se construye en primera instancia en el hogar, en la casa. Un espacio que moldea y recibe a cada uno para tener un lugar en el mundo, pero que a veces y sin poder prevenirlo, se rompe.


Hay una casa que me vio nacer. No conozco otra, pues siempre he vivido en ella. Sin embargo, a veces distingo entre la casa como inmueble y la casa que da esa sensación de hogar. A veces mi casa es un campo de batalla y los cartuchos son las palabras. A veces es un lugar de paz muy frágil, capaz de romperse con cualquier soplido, pero cuando estoy sola es muy agradable de recorrer. En realidad, son pocas las ocasiones en las que disfruto la compañía en ella. A veces siento que tengo que caminar de puntillas para no despertar a los monstruos con algún movimiento en falso.


Pienso en el origen de la palabra “hogar”; etimológicamente significa fuego, siendo este uno de los elementos que ha acompañado al ser humano desde sus primeros pasos por el mundo. Su relación consiste en que en antiguas culturas en cada casa había una hoguera y los habitantes se reunían alrededor de ella para mantener —juntos— el calor. En este sentido, las llamas unían a los habitantes de un mismo hogar. Se puede definir una casa como hogareña o no. A veces las brasas de una casa son lo suficientemente fuertes como para cobijar a sus integrantes; pero otras, son dañinas y pueden abrasarlos. En otras ocasiones la flama está tan cansada de luchar por mantenerse viva que cualquier vientecillo amenaza con apagarla.


Eso pasa con los monstruos que habitan mi casa. Parece que abrir la puerta con discreción y caminar a tientas es la única solución para evitar una lucha sin tregua.

Pero de pronto reflexiono y no me parece que un lugar habitado con susurros pueda llamarse “hogar”. No creo que un lugar minado, ensordecido por peleas cotidianas, corresponda al lugar seguro que construí en mi pensamiento.


Me encuentro en la búsqueda de un refugio, un sitio que funcione como remanso para hacerle frente al caos de la vida; para hibernar y recargar las baterías con las que nos enfrentamos al mundo. Es difícil encontrar esa protección cuando el cuerpo quiere aislarse de ese preciso lugar para resguardarse. Qué complicado y qué injusto es sentirse como presa en lo que un día fue caparazón y cobija.



El pasado


¿Cómo decirle a la piel que puede dañarse mucho más en su propio templo? ¿De qué manera impedir que el ardor que debería abrigar al hogar se cuele entre la piel y la lastime?

¿Cómo decirle al propio cuerpo que no se convierta en fuego porque el único que resultará pulverizado es él? Recuerdo a mi piel y a mi cuerpo convertidos en lienzo por las quemaduras que la vida me había hecho. Recuerdo el picor que no me daba tregua y cómo mis manos se convertían en garras que me llenaban de lesiones. Entonces, la casa que contenía mi esencia y mi alma comenzó a desbordarse y a derrumbarse. Si mi casa, como inmueble, estaba plagada de fantasmas y monstruos, mi cuerpo, como mi templo, estaba averiado y no sabía por dónde empezar la restauración.


Es inquietante la manera en la que las pesadillas se cuelan en el cotidiano. Nunca se quedan debajo de la cama, sino más bien, conforme pasan los años, el miedo se acurruca entre las almohadas y termina por colarse en los sueños. Entonces huir despavoridamente, como animal acechado, se convierte en la única forma de mantenerse a salvo.


Recuerdo que tú viniste a esta casa. ¿Cuántas veces no dejaste tu silueta en mi cama?

¿Cuántos cabellos se te habrán caído sobre mi almohada? Cuando estábamos ahí, entonces sí que mi casa era mi hogar, mi refugio, mi lugar más seguro y feliz en el mundo entero. Fuiste hogar para mí. Y en ocasiones tu sola presencia representa un hogar. Sin embargo, eso ya no pertenece a este presente y al momento en el que me cuestiono ¿qué hogares han sido verdaderamente míos? ¿Qué casa ha sido mi trinchera? Supe limpiar tu olor de mis sábanas, aunque no logré deshacerme de ellas. Como si al guardarlas me quedara con una parte de lo que fue abrirte las puertas y darte la bienvenida.


Al revisar viejas fotografías me doy cuenta de que existió una casa que me recibió durante muchos años de mi niñez. Una casa que era inmensa, que tenía esas escaleras negras que siempre me gustaron y en las que muchas personas posaron, yo incluida. Con unos barandales antiguos en los que metía la cabecita. Una casa en la que habitaba un presente trastocado por la enfermedad, pero que de pequeña, no me causaba demasiado pesar; al menos en apariencia. Aquella casa se vendió y recuerdo que nunca había llorado tanto. Era como si cada pasillo, rincón y mueble se moviera de lugar y como si dentro de mí, todo eso se revolviera y se reacomodara en un sitio desconocido. El vacío que deja la mudanza es penetrante porque parece que los recuerdos toman sus propias maletas y salen por la entrada principal. Ese vacío que sólo puede recuperarse con historias, fotografías y el recuerdo de las personas que algún día habitaron ese pedazo de concreto que se llamó “hogar”.



El presente


Pensando en más lugares, recuerdo la casa de mi mejor amigo porque siempre es reconfortante. Pero lo que verdaderamente es hogar, es su presencia. El nido en el que aterrizo cuando los días están muy nublados o cuando hay buenas noticias que dar. Es mi familia por elección y ese nido es un lugar tan seguro que se convierte en hogar. Una presencia que permite la fragilidad y la vuelve inmune a los piquetes de la vida. La vulnerabilidad ahí es posible porque una necesita bajar la guardia de vez en cuando para que el cuerpo no se entumezca. Es muy difícil librar una batalla en la que las navajas afiladas perforan la piel y hacen que el interior se llene de llagas.

Con el paso de los años he construido una casa en mí. En mi cuerpo, en mi corazón, en mis entrañas. He construido hogar en mis cimientos que por mucho tiempo fueron ruinas. Algo así como remodelar mi interior para querer —para poder— habitar en él. Entonces recordé a todas las personas que han pasado por mis pasillos, por mis rincones y que aclararon los lugares que ni yo misma conocía. Estabas tú, una persona que, en su momento, se convirtió en el habitante más valioso de mi hogar. El hecho de que pasearas por mí fue un regalo del Universo. Me acuerdo de la inmensidad que sentía, pues era tan grande que cuando dejaste de pasar por aquí, y sólo quedaron tus huellas como prueba de tu presencia, sentí que ya no me pertenecía. Que este hogar y este cuerpo eran más tuyos que míos.


Volví a hacerlo: pinté las paredes, quité los viejos cuadros, las viejas frases, quité algunas de las costumbres que me dejaste e intenté volver a construir una casa después de nosotros. Una casa en la que me quedé sola, pero dentro de mí, quedaron tantas cosas valiosas que están floreciendo. Sembramos amor y se me quedó tan dentro que era imposible no dejarlo brotar. Ahora ese amor se volcó hacia mí y lo siento cada día más. Un amor que me costó lágrimas y noches en vela, pero que ahora es fuerte y se sostiene por sí mismo. Mi casa ahora se erige con mi voluntad y con los trabajos que he hecho desde que sentí que estaba abandonada. Mi cuerpo fue obra negra y fuiste tú el primero en evitar su demolición, pero fui yo, yo contigo y yo sin ti, la que decidió quién entraría de nuevo y me recorrería. El mérito no es nuestro, ese se lo lleva lo que muchas veces se llama “casualidad”. Las intenciones que tiene la vida, disfrazadas de accidente para acomodarlo todo y poner nuevos muebles, alfombras y olores. La fortaleza como recinto fortificado y como característica de una persona: mi lugar seguro y la fuerza natural que vive en mí están de pie con el cuerpo regenerado después de tanta despedida y fracaso. Construyo mi hogar día con día y lo habito con orgullo, con amabilidad y con plenitud, siempre desde el presente, este presente.



El futuro



También existe un hogar que aún no he encontrado, pero sé que existe. Estoy segura de poder llegar a él cuando cruce los mares. Un hogar que me está esperando y que cada día que pasa nos acercamos más. No sé cómo esté constituido, pero estoy segura de que es un lugar con sol, con oportunidades y con un gran poder. Cuando llegue ahí podré ser mi hogar por completo y ser hogar para las personas que lo han sido para mí.


Tendré cemento que ofrecer y tendré el refugio acogedor que siempre he soñado.

Aunque aún no he llegado ahí, confío en que esa casa existe y que sus puertas se abrirán cuando esté frente a ellas. Sé que es difícil, y hasta cierto punto riesgoso, predicar acerca de lo que será, pues he sido una fiel testigo de que la vida hace con nuestros planes lo que le da la gana. Aun así, guardo la certeza de que tener esperanzas acerca de lo que vendrá mantiene la llama interior encendida y hace efervescencia con el fuego que cada persona aloja dentro de sí. Mi fuego sigue vivo y me calienta cuando el frío del exterior se cuela entre mis huesos.


En el viaje que he hecho alrededor de mi casa, como inmueble, cuyo fogón ha sido debilitado por las trampas de la vida, he logrado encontrar un hogar caluroso en mi cuerpo. Aunque con grietas y huellas de un pasado sísmico, he podido restaurar sus muros y hacer de él mi propia trinchera; el lugar al que regreso para resguardarme de las tormentas del exterior.


Después de pensar en quién fui y cómo logré restaurar las grietas de mi trinchera, de mi lugar seguro, de mi cuerpo, constato que arroparme es una tarea cotidiana, pero más que tarea, yo diría que es un privilegio poder acariciar los pasillos que soy. Habité casas que no eran del todo mías, pero que siempre fueron calurosas. Dejé que personas me habitaran para que con sus caricias sostuvieran los hilos que la vida me había descosido. De la misma manera, dejaré que nuevas presencias lleguen a mi casa y la descubran; seré anfitriona, y con el calor que he mantenido en mí, nuevas presencias me recorrerán. A través de un recorrido inestable, pero placentero, mi descubrimiento más valioso fue encontrar el camino que me hace escarbar hacia adentro, sin que importe la cantidad de nubes que amenazan con soltar un aguacero sobre mis hombros.





Alexandra De la Colina (CDMX, 2000). Es licenciada en Literatura Latinoamericana por parte de la Universidad Iberoamericana. Ha publicado en la Revista Nexos y actualmente hace trabajos editoriales. La escritura se convirtió en un salvavidas sin el cual no hubiera podido sacar a flote todas las palabras que la inundaban. Su pluma le permitió entender sus pensamientos y plasmarlos en el papel para que ya no lastimaran su piel.  


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