Bebé
Dejé de ponerle atención al celular y miré por el retrovisor: Bebé dormía. Podía ver el movimiento suave de su respiración. Me gustaban sus pestañas, chinas y espesas, mucho más largas que las mías, pero solo me atrevía a contemplarlo cuando descansaba porque no soportaba ver sus ojos abiertos. Hubiera preferido que mirara como yo, así tal vez hubiera podido quererlo un poco, o eso me gustaba pensar, que existía alguna situación en la que yo no tuviera que hacer lo que estaba a punto de hacer. Y es que todo el interior del carro olía a Bebé. Quién sabe si luego me haría falta ese olor, no porque lo fuera a extrañar, sino porque después de tres años ya me había acostumbrado a él. Pensaba en eso y sentía como una cosquillita en la panza, pero a esas alturas ya no había vuelta de hoja. Desde que nació había dedicado mucho tiempo a buscarle parecido conmigo o con alguien de mi familia: los labios de mi papá, los dedos de mi mamá, mi nariz o el color de mis ojos. Pero no: era una réplica de él, idéntico. Ya sé que Bebé no tenía la culpa, todo eso es cosa del azar, pero cuando veía su pelito chino, su piel clarita o sus lunares en el pecho, la cabeza se me llenaba de algo como pus, y entre más pensaba más se calentaba hasta que hervía y hacía burbujas y reverberaba, y llegaba un momento en el que sentía que se me iba a salir por los ojos, por las orejas, por la nariz o por la boca, y me daban ganas de aventar a Bebé con todas mis fuerzas, hacer que se estrellara contra el piso o contra una pared, verlo lastimado, descompuesto. Quería atreverme a hacer cualquier cosa para que ya no abriera sus ojos, porque encima de todo miraba como él, pero al final no me atrevía, y al verlo tan chiquito y tan lloroso y tan enfermo, terminaba por acobardarme y abrazarlo lo más fuerte que podía.
De reojo alcancé a ver movimiento fuera del carro. Me resbalé en el asiento pero la mujer ni siquiera volteó hacia nosotros. La reconocí de inmediato: los ojos grandes, el cabello ondulado, la nariz aguileña, el cuerpo menudo. Era Nora. La había estudiado por meses aunque llevaba años odiándola. Conocía sus horarios, su carro, los lugares que frecuentaba, a qué hora comía, cada visita que hacía a su madre, a qué hora volvía por la noche. Conocía todas las combinaciones que hacía con su ropa, qué día de la semana se ponía cada par de zapatos y a dónde había ido de vacaciones los últimos cuatro años. Ella no me conocía, pero eso era lógico: si espías a alguien lo primero que debes cuidar es que no sepa que le estás espiando. Por eso había sido tan cuidadosa todo el tiempo, porque mi objetivo era ella. Además, si por algún descuido su marido me veía antes de que terminara, todo el plan iba a dar a la basura.
No era que el marido no me interesara, sino que a él lo conocía de sobra y mejor que nadie, por eso la intención era no interactuar con él, bajo ninguna circunstancia. Nora no podía saber de mí o de lo que quería hacer porque él no tenía que saberlo, al menos hasta que me hubiera ido.
Tenían una rutina muy simple. Todos los días él salía temprano para trabajar. Me imaginaba que ella le preparaba un desayuno y le metía entre las cosas del trabajo un postit con algún mensaje dulzón para motivarlo a terminar el día. Ya más tarde salía ella. Daba clases en una preparatoria que quedaba como a media hora de donde vivían y cubría un horario menos rígido que él, que tenía una jefatura en una fábrica. De él ya sabía todo, por eso me había concentrado en ella. Tenía fotos e información de sus amigas, de su madre y su hermano, de la dulcería donde compraba los chocolates que llevaba a casa después del trabajo una vez a la semana, del Walmart en el que hacían su despensa una vez al mes, del bar a medio camino del trabajo de cada uno en el que se encontraban cuando les daba por ir a tomar una copa de vino o una cerveza. Ahí se sacaban muchísimas fotos, siempre sonriendo, a veces besándose o con sus caras demasiado cerca. Yo los estalqueaba seguido en Facebook. Tan enamorados estaban que hasta tenían siempre la misma foto de perfil, y si alguno la cambiaba el otro también lo hacía para no quedarse atrás.
Volví a buscar a Bebé por el espejo. Dormía. Pensé en él despierto, corriendo por todos lados, preguntando todo con las pocas palabras que sabía pronunciar. Se me acercaba, intentaba darme un beso, pero yo lo detenía con un abrazo y hasta ahí se quedaba, porque aunque tenía ese olor suyo que no podía confundir con ningún otro, su cara era la de él, de Francisco, y al verle la intención prefería cortarla y mantenerlo lo más lejos que me fuera posible. Bebé quedó bocarriba, con los brazos estirados. Parecía estar cómodo cuando sin querer se descubrió el inicio de la cicatriz en su pecho. Siguió durmiendo tan tranquilo… Me dieron ganas de poder prometerle que siempre lo vería dormir así, pero no solo verlo, sino saber que era yo quien iba a cuidarlo y por eso podría estar tranquilo, porque yo no dejaría que nada malo le pasara. Esa mañana Nora no tardaría en regresar, era sábado, y los sábados se quedaba sola en las mañanas hasta que el pendejo de su marido regresaba de correr. O bueno, eso creía ella, que se iba a correr o a jugar futbol. Eso le decía. Ni modo que le contara la verdad el hijo de la chingada. Encendí la pantalla de mi teléfono y busqué entre mis contactos un nombre: Francisco. Cuando lo encontré abrí los detalles y vi las doce llamadas perdidas. La última dos horas antes ya que se calmó cuando por fin le escribí. Por mensaje le dije que Bebé tenía fiebre y que me lo había llevado al doctor. Siempre decía que estaba para lo que necesitáramos, que Bebé le preocupaba y que quería ayudarme. Me daba dinero, no mucho, unos dos mil pesos al mes cuando se ponía espléndido, decía que con eso tenía que alcanzarme bien, pero estaba pendejo, dos mil pesos no alcanzan para mantener a un niño treinta días, menos si nació enfermo como Bebé. De todos modos me daba el dinero porque de esa manera me tenía agarrada. Venía al departamento a dejármelo, a preguntar por el niño, dizque a pasar tiempo con él, me hablaba bonito, se me acercaba y al final yo me dejaba. Me metía la cara entre las piernas, me volteaba, se movía tan rápido que yo ni tantito disfrutaba. Se venía, me daba un beso y se iba, y yo no volvía a saber de él sino hasta el sábado siguiente, cuando ya no traía dinero pero sí el pretexto de ver a Bebé.
Me cansé: de esa expresión en su cara cuando le tenía que abrir la puerta porque aunque yo no quería terminaba por hacerlo; de esa mirada que se me clavaba en la espalda cuando le decía a Bebé que se quedara viendo la tele mientras él iba con mamá; del aliento a pasta de dientes cuando me hablaba cerquita de la cara, porque ya sabía que en cualquier momento me iba a besar; de sus manos que estaban frías siempre que me tocaba por primera vez y se entibiaban solo porque me estaban robando calor; de su manera de jalar el aire entre mis piernas, como si tratara de robarme mi propio olor; del momento en que me quedaba sola con Bebé y de un momento a otro se soltaba a llorar porque Francisco no tenía ni la atención de despedirse de él.
Por eso decidí que no iba a volver a verlo. Me fijé una fecha y armé mi plan. Llegó el momento. Hice dos maletas, una para Bebé y una para mí, las eché dentro del carro, cerré el departamento y entregué el juego de llaves a la casera. No le dije adónde nos íbamos porque de seguro Francisco iba a llegar a preguntar cuando no supiera qué hacer. Para mí iba a ser más fácil trabajar sin tener que estar pensando en que tenía un hijo que cuidar.
Me resbalé de nuevo en el asiento cuando por el espejo lateral vi que Nora caminaba de regreso. Atravesó la calle que estaba vacía, se detuvo un momento para abrir y entró a su casa. Me llegó un mensaje de Francisco pero ya no quise ni verlo. Bajé el vidrio de mi puerta y aventé con fuerza el celular que se estrelló en el piso. Ni siquiera pensé en levantarlo. Por la derecha vi pasar el carro gris que estaba esperando. Avanzó despacio y se estacionó frente a la entrada por donde Nora acababa de desaparecer. La puerta del conductor se abrió y Francisco bajó. Ni siquiera volteó hacia donde estábamos. Llevaba una botella de agua en la mano, la abrió y se mojó la cara y la cabeza. Pensé que de pendejo no tenía un pelo cuando lo vi palmearse las mejillas para que se le pusieran rojas y echarse un poco más de agua en la playera. Dejó la botella dentro, cerró la puerta del carro y también entró en la casa.
El corazón me latía fuerte y más rápido que nunca. Bajé del carro, abrí la puerta de atrás y saqué con cuidado a Bebé para no despertarlo. Luego tomé su maleta, la dejé sobre el asiento y revisé que fueran todas sus medicinas y que estuviera la libretita en la que había escrito todo lo que había que cuidarle: su alergia a la penicilina, su intolerancia a la lactosa, los horarios para la Aspirina y los medicamentos de rigor, el número del cardiólogo, del nutriólogo y del neurólogo, mediciones normales de azúcar y presión… Cerré la puerta, atravesé la calle que seguía vacía y llegué a la entrada de la casa. El sonido del timbre me pareció demasiado largo. La puerta se abrió. Francisco puso una cara que en tantos años juntos solo le había visto una vez: cuando le dije que estaba embarazada dos meses después de que se casó con Nora. Me clavó los ojos, no pudo cerrar la boca y de repente se le fue el color. Ni siquiera pudo preguntarme qué hacía ahí o qué quería, pero no hizo falta.
-----Te dejo a tu hijo porque ya no puedo cuidarlo.
Mi voz era un eco de mi corazón, y estoy segura de que mi cara reflejaba lo que eso me estaba costando, pero no me iba a echar para atrás. Le acerqué al niño y él lo recibió, más por reflejo que por intención. Puse en el piso la maleta. Me acerqué a la cabecita de mi bebé y aspiré lo más profundo que pude para llenarme los pulmones de ese olor por última vez. Di media vuelta y corrí hacia el carro. Hice lo posible por no llorar, aunque me estaba costando. Cuando encendí el motor alcancé a ver que Nora llegaba junto a él, junto a ellos, y movía los labios quizá pidiéndole una explicación de la que tendría que responsabilizarse solo. Tuve un último momento de duda, puse la mano en la manija, pensé en abrir la puerta y correr por él, quitárselo y llevarlo conmigo, pero no pude moverme del asiento. Respiré un par de veces intentando bajar el ritmo de mi corazón. Supe que tenía que largarme. Quité el freno de mano y aceleré.
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Xóchitl Olivera Lagunes (CDMX, 1985) Estudió ingeniería agrícola en la UNAM. Ha publicado relato, cuento, ensayo y poesía en la revista digital Cronopio, El Universal, EspeculativasMx, Tierra Adentro y El BeiSMan. Ojos de gato (2016) fue su primera novela. Ha impartido diferentes talleres de narrativa y es cofundadora de la revista digital Semillas de sauce, donde escribe y participa en la selección y edición de todo el contenido.
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